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Infantilización y acoso escolar

Martes, 9 de octubre de 2018
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En esto del acoso escolar pasa lo que tan acertadamente definió Ortega y Gasset como “estar empadronado en la Luna”. Muchos de los supuestos expertos se salen por la tangente a la hora de analizar una cuestión que, en su esencia, es un problema moral tanto como educativo y social. Moral porque, al contrario de lo que se piensa, el origen reside en la ausencia de un sentido ético de la existencia, palpable en la infantilización progresiva e inaudita del alumnado. Y lo peor es que esta falta de maduración es incluso promovida desde las administraciones, y con inusitada vehemencia por parte de la autoridad educativa.

Desde hace tres décadas, la Educación en España es la representación de un proyecto ideológico y político que conviene en la naturalización de los jóvenes, es decir, en la difusión de la creencia de que nacen ajenos a la maldad existente en el mundo, desprovistos de cualquier atisbo de indecencia o corrupción en sus conductas, cual modelo roussoniano.

Lo he dicho en otros lugares, pero insisto de nuevo: la conclusión de semejante empresa es la eliminación de la responsabilidad individual, uno de los valores que sustancian el hecho mismo de la escuela. Últimamente, este fenómeno se ha traducido en múltiples situaciones y problemáticas, aunque la más dolorosa es la descrita como acoso escolar.

¿Por qué se ha incrementado el número y violencia de los casos? ¿Por qué, en definitiva, aparece donde debería prevenirse? La respuesta está en la falta de referentes éticos sólidos, en el socavamiento del de-sarrollo moral del niño y, consecuentemente, en el premio de la irresponsabilidad y la espontaneidad de las conductas del sujeto.

Por documentar la tesis, me asomo a algunas de las experiencias docentes, a mi modo de ver más que significativas, que descubren la infantilización del alumnado en el interior de las aulas de los centros escolares. En primer lugar, y aunque remitiera en un principio a un fondo sentimental, en realidad era la materialización de la regresión a unas etapas tempranas de la maduración de los chicos.

Una compañera de Clásicas, creo que ya felizmente jubilada, procuraba la satisfacción de los inscritos en las asignaturas de Latín y Griego repartiendo, entre los ejercicios de clase y en los propios exámenes de evaluación, sellos muy parecidos a los actuales emoticonos, con los cuales reconocía el compromiso del alumnado, aunque lo curioso de la práctica es que los chicos destinatarios de la herramienta comunicativa eran estudiantes de 1º y 2º de Bachillerato. Uno lo puede entender, siempre en aras a una fluida relación pedagógica, pero lo cierto es que la estrategia era más propia de Primaria que de fututos bachilleres.

Sin embargo, tan cierto como lo anterior era que le funcionaba, que los chicos no se sentían incómodos con el tratamiento por extraño que parezca y aun ignorando el contrasentido educativo que traslucía.

En otra perspectiva, cada vez es más frecuente que el alumnado, supuestamente al tanto de los avances de las tecnologías de la información, precise del auxilio del profesorado para, y aquí viene lo sorprendente, rellenar un simple formulario debido a la merma de las competencias básicas en los capítulos de la lectura comprensiva y la subsiguiente expresividad.

Parte de los chicos encuentra enormes dificultades, por ejemplo, para solventar el proceso de matriculación en las pruebas de la EBAU porque no entiende lo que lee y mucho menos lo que se le solicita. Esto evidencia no solo las carencias en el orden académico, de por sí manifiestas, sino, sobre todo, las madurativas entre los jóvenes de hoy en día.

El problema está en ellos, claramente, pero no así el origen. Seamos justos y leales con los propios chicos, que es lo que cabe hacer. Quiere decirse que la privación del componente ético del horizonte de su existencia ha alterado por completo la dimensión educativa y social.

Y este es el caldo de cultivo del acoso escolar, una lacra que trasciende lo meramente subjetivo. No es este o aquel muchacho, ni siquiera este o aquel colegio o instituto, porque la razón fundamental estriba en la supresión de la barrera moral en las acciones de los jóvenes al infantilizarlos hasta casi la imbecilidad. Por cierto, ser imbécil, en su etimología, remite a una persona enferma. Y una parte nada despreciable de la juventud está infeccionada por un mal, promovido desde el interior de la misma escuela e inclusive desde la sociedad en conjunto, por el cual se desea que mantenga idéntico código moral al de un niño de corta edad. Y, de ahí a lo que han propuesto algunas voces de la medicina familiar, que aspiran a la extensión de la adolescencia más allá de los 20 años, solo hay un paso.

Siempre se vuelve a Kant y a la definición social de la mayoría de edad, a la asunción de las responsabilidades por parte del individuo. Y, en este sentido, no habrá solución al acoso escolar mientras no se dote al alumnado –escribo en clave escolar– de una mínima carga moral de conocimientos. Tampoco la habrá si desde las escuelas no se enseña que la autonomía personal pasa, inexorablemente, por la aceptación del otro.

Cuando la educación recupere el sentido ético de la existencia podremos decir que se habrá iniciado el camino de la erradicación de esta lacra social. En otras palabras, cuando se asuma con la debida seriedad y compromiso que la enseñanza es la forja de los futuros adultos y no el entretenimiento de unos adolescentes tan consentidos que parecen, ahora sí, estar residiendo indefinidamente en la Luna orteguiana.

Juan Francisco Martín del Castillo es doctor en Historia y profesor de Filosofía en el IES “La Isleta” de Las Palmas de Gran Canaria

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