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Profesores de película

9 de abril de 2019
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Este artículo me lo sugirió la lectura de otro del maestro Pérez Reverte de no hace mucho tiempo, quizás lo tengan en la memoria todavía, titulado Villanos de película. En él relataba, a instancias de su gran amigo, el también escritor Javier Marías, los diversos malos cinematográficos de los que se acordaba, nominándolos y contando aquello que les hacía especiales a sus ojos.

En el mío, la lista no hace falta porque es irrelevante, aunque es esta misma circunstancia la que haría más necesario, si cabe, el reconocimiento de los profesionales de la enseñanza. Tal vez habría que aplicar lo que sentenció Jardiel Poncela: “los héroes, los enamorados y los planetas no tienen apellido”, puesto que el buen profesor, por momentos y en las actuales condiciones de trabajo, no deja de mostrar unas actitudes heroicas frente a la ejecución de las tareas que tiene encomendadas, además de que, por lo regular –siempre existen excepciones a la regla–, es un enamorado de su importante misión pedagógica y, por último, si de veras es excelente en su desempeño, lo de menos es el nombre de pila. Sin embargo, el docente no goza de fama ni de prestigio, aunque quizás sea mejor así. Al menos, ellos ni esperan una ni persiguen el otro.

Pero lo paradójico del caso es que la sociedad lo vive a la inversa y hasta la Administración lo comparte. Eso creía uno cuando, no sé si por un acto supremo de justicia, la realidad se torció. Somos muchos los profesionales –más de los que se piensa, desde luego–, con años de ejercicio a las espaldas, que contamos las ausencias al trabajo por jornadas esporádicas.

Quiero decir que, por ejemplo, en más de dos décadas de actividad ininterrumpida, los días de absentismo no superan, todos juntos, insisto, el mes de calendario. Sí, han leído bien: somos mayoría los docentes, especialmente en el ámbito de la enseñanza pública, que no sobrepasamos las dos jornadas lectivas, a lo sumo cuatro, de ausencia a clase al año. Parece extraño que tenga que escribir sobre el particular, en concreto cuando la imagen social de los profesores está bajo mínimos.

No obstante, lo que sucede con esto es lo que se refleja en aquel viejo dicho, tan castizo por otra parte, de que “pagan justos por pecadores”. En esta España nuestra, la de ahora y la de siempre, los que se llevan la palma, el honor y la gloria son los que hablan y hablan y no paran de hacerlo hasta que la sociedad, incluso la propia Administración como digo, les reconoce el mérito pese a que sea inexistente en origen.

Los profesores de película no son ni de lejos los que aparecen en las redes ni en la TV. Estos docentes huyen de los focos, desean el aula y encuentran su vocación en el trato diario con los chicos

De este modo, el buen profesor es el locuaz, el requetemoderno, lo cual no tiene por qué indicar nada negativo, si no fuera porque, en ocasiones, más de las que se debiera, el ejercicio docente se confunde con cualquier otra cosa menos lo que es su esencia, el cumplimiento de un deber y el grado de compromiso con el mismo. Los profesores de película no son ni de lejos los que aparecen en las redes sociales ni en la televisión.

Estos docentes, al contrario que aquéllos, huyen de los focos, desean el aula y encuentran su vocación en el trato diario con los chicos. Esta es la clave. El día a día. Los que sentimos la llamada, como la misión religiosa, no pretendemos más. Sin embargo, cuando en una supervisión oficial de la gestión de un centro, la autoridad pone el dedo en la llaga, sale a relucir lo que San Agustín definió como la “miseria del alma”. Mientras que unos lo perciben como una innecesaria fiscalización, la mayoría lo contemplamos como un acto de justicia y, naturalmente, guardamos silencio. Es el silencio de la humildad y la profesionalidad, nuestro particular señorío, como también dijera Gracián en su Arte de Prudencia.

Los profesores de película, sépanlo ya, están al pie del cañón cada día, entregados a sus deberes, sin esperar nada a cambio. Aunque, a veces, surge el milagro. Nunca pensé que fuera a escribir lo que sigue. Gracias, señora inspectora.

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