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Constructivismo en el aula

Pablo J. Díaz Tenza
Docente y escritor
19 de enero de 2021
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© VECTORPOUCH

En las últimas décadas se ha vuelto a poner de moda hablar de constructivismo, aprendizaje significativo y metodologías activas de aprendizaje, pero ¿sabemos realmente de lo que hablamos? ¿Tenemos, por lo general, nociones serias de lo que significa el constructivismo más allá de opiniones formadas a raíz de lo que intuimos que significa? ¿Somos conscientes de las implicaciones prácticas de esta corriente pedagógica? Más aún, ¿tenemos la menor idea de la repercusión antropológica de esta singular cosmovisión?

Hace unos cuantos telediarios, Platón afirmaba que en los grados del saber uno debe ir subiendo desde la opinión (doxa) hasta el conocimiento científico (episteme) o, lo que es lo mismo, el saber se origina no de forma espontánea, azarosa o fortuita sino por el contraste de sucesivas hipótesis con la realidad. El saber no se puede imponer ni implantar, ni siquiera transferir. Contrariamente a lo que pueda parecer, el conocimiento científico no se absorbe, sino que, de alguna forma, se crea en el pensamiento del sujeto.

Ya en la cuna de la civilización se tenía claro, por tanto, que el individuo es un agente activo en la generación del saber y el conocimiento y que éste surge por una acción, ya sea consciente o inconsciente, de la mente humana.

La corriente aristotélica brega en la misma dirección: el hombre anhela por necesidad conocer la verdad y todo su ser se desarrolla y fundamenta en el conocimiento de ésta. Serían Piaget y Vigotsky mucho tiempo después quienes sentarían la doctrina pedagógica del constructivismo, pero sus cimientos se generaron mucho tiempo atrás.

El constructivismo afirma que no hay nada en la mente del sujeto que no haya sido construido por él mismo, es decir, el aprendizaje no es un proceso de fuera hacia dentro sino, muy al contrario, de dentro hacia afuera. Las consecuencias de este planteamiento en el aula (y en la vida) son numerosas y fundamentales. Si «no hay nada en la mente del sujeto que éste no haya construido”, significa que no se puede transferir un conocimiento de una mente a otra como si estuviera trasplantando una maceta.

Si realmente estamos interesados en que se dé un conocimiento determinado en la mente de otra persona, no podemos más que dar indicios al sujeto para que sea él mismo lo construya. Podemos ver un ejemplo claro de esto al dar una explicación absolutamente detallada sobre un tema en concreto en el aula y, al preguntar, percatarnos de que cada cual ha entendido una cosa diferente (en el mejor de los casos). Esto sucede porque este nuevo conocimiento que el aprendiz crea en base a los indicios que se le han dado, siempre lo hace sobre un andamiaje que existe en su intelecto en función de las experiencias, información y razonamientos previos que haya tenido. No es lo mismo acceder a la carrera de aeronáutica con un andamiaje previo relativo a la física que no, por poner un ejemplo radical.

Dado que el ser humano comprende el mundo a través de categorías y sistemas, cualquier nueva información que recibimos es procesada en función de las categorías y sistemas preexistentes y, de no encajar con ninguno, nuestro cerebro creará uno nuevo aún a costa de reestructurar los anteriores. Esto quiere decir que la información, los estímulos, la realidad exterior, propician unas reacciones en el interior del sujeto que mueven a la construcción de un nuevo significado que quizá antes no existía. El aprendizaje cambia nuestro cerebro y nuestra visión del mundo. Pero, para que se dé este proceso, deben darse determinados desencadenantes: la atención, la valía y una voluntad o motivación.

Nuestra labor como docentes debe ser mostrar los indicios y premisas que conducen a la verdad, enseñar el valor intrínseco de las cosas para conducir hacia el deseo del saber

Aceptar la ruta de aprendizaje que ofrece el constructivismo, tiene, además, unas consecuencias directas en la antropología humana y en la pedagogía:

  • Si no podemos saber nada que todavía no se nos haya ocurrido…, ¿cuántas cosas quedarán todavía por SABER? Se hace más notoria que nunca la máxima de que “solo sé que no sé nada” y, por tanto, nos aporta una posición de humildad con respecto al conocimiento. Que nuestros alumnos alcancen este grado de humildad y ansia por saber debería bastarnos para retirarnos orgullosa y merecidamente.
  • Cuando pienso en algo, en realidad lo estoy creando en base a mis experiencias, mis conocimientos, mis construcciones previas, así pues, a medida que el andamiaje es mayor puedo construir pensamientos más altos y elevados y puedo estar más cerca de conocer la verdad. Esto tira por tierra el utilitarismo reduccionista en el que vive nuestra sociedad: de “estudio esto o aquello porque me servirá en el mundo laboral” pasaríamos a “quiero saber más porque ello me dará un conocimiento más elevado de la realidad, ampliará mis horizontes cognitivos y me capacitará para nuevos aprendizajes”. Esta visión del conocimiento sublima al ser humano y con él a la sociedad.
  • Nuestra labor como docentes debe ser, por tanto, la de mostrar a nuestros alumnos los indicios y premisas que conducen a la verdad, enseñar el valor intrínseco de las cosas para conducirles hacia el deseo del saber. Y no hay mejor indicio para propiciar la construcción del conocimiento que las preguntas, el cuestionamiento, la duda.
  • Si existen verdades cognoscibles que ni imaginamos cualquier aprendizaje aparece como un descubrimiento gratuito, como un regalo de algo que hasta entonces no existía ni podíamos intuir su existencia. Lo vemos de forma flagrante al introducir determinado saber en los primeros años de educación; el asombro por una realidad que hasta entonces era impensable. Nuestro objetivo sería, por tanto, mantener esta capacidad de sorpresa de por vida.
  • Si el individuo construye el aprendizaje, esto hecha por tierra el determinismo. Un niño no nace y muere con una inteligencia estática y fija, sino que ésta puede evolucionar con un entrenamiento adecuado, lo que abre una puerta de esperanza a docentes, padres y alumnos.

El aprendizaje deja de ser un acontecimiento puramente intelectual (cognitivismo) e incorpora aspectos sociales, emocionales y motivacionales y requieren la reestructuración del proceso que se desarrolla en el aula.

Si para aprender algo, en realidad debemos construir mentalmente su significado, entonces la participación del alumno en el proceso se vuelve fundamental; deja de ser, por tanto, un sujeto pasivo para convertirse en un agente imprescindible del aprendizaje. Y cuando hablamos de sujeto activo, agente del aprendizaje, no nos limitamos a una frase bonita digna de Mr. Wonderful sino a que el alumno sea consciente de qué está aprendiendo y con qué propósito.

Como bien defienden numerosos autores, la emoción tiene en este proceso una enorme importancia pues el estado emocional en que se encuentra el alumno puede potenciar o limitar la adquisición de nuevos aprendizajes inhibiendo químicamente los circuitos neuronales de la construcción de conocimiento. Pero es que, además, ese nuevo conocimiento se construye sobre los andamiajes existentes en la estructura cognitiva, es decir, el nuevo aprendizaje estará relacionado y condicionado por los aprendizajes previos que como alumno haya tenido. En resumidas cuentas, no sólo se convierte en necesario el tener en cuenta los conocimientos previos de mis alumnos sino poner en relación la nueva información con los aprendizajes previos de los alumnos. Así pues, como constructivista nato, no puedo menos que animar a todos mis compañeros docentes a que, como decía Platón, asciendan de la doxa (opinión) al episteme (conocimiento) en éste y el resto de ámbitos de nuestra labor docente.

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