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El mensaje de los árboles

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Cae el velo cultural –ese ropaje ficticio que nos conforma y reconforta– y de repente la realidad emerge como un iceberg al que hubiéramos dado la vuelta. La inmensa superficie aflora oculta bajo las aguas y el reverso del tapiz ofrece otro dibujo.

Lo que creíamos sólido se desvanece y la realidad se llena de paradojas y antítesis. El virus, tan invisible y abstracto; y, en cambio, su devastadora acción, tan concreta y demoledora.

Debemos permanecer unidos –se nos dice– pero estamos separados. Los alrededores toman cuerpo pero por más que miro no consigo descifrar el mensaje de los árboles. Nos faltan las herramientas capaces de interpretar esas señales, un alfabeto de las cosas desatendidas.

Cierran las aulas, sí; pero se abren otras ventanas.

Qué insignificante ahora esa raíz cuadrada, aquel análisis sintáctico cuando de manera intuitiva, experimental, sin relatos mediadores ni programación ni adaptación curricular, la vida se aprende de golpe.

Qué insignificante ahora esa raíz cuadrada, aquel análisis sintáctico cuando de manera intuitiva, experimental, sin relatos mediadores ni programación ni adaptación curricular, la vida se aprende de golpe

La enseñanza on line ensancha las desigualdades y pone de manifiesto la importancia de una escuela inclusiva y compensadora, humana, pero los alumnos y alumnas regresarán a las aulas mucho más sabios que antes.

Fuimos Ícaros en busca del fuego de los dioses y de pronto nos hemos visto desnudos en el barro. Porque el hombre es la medida de todas las cosas.

Aun así, y como escribió Albert Camus en La Peste: “En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

Ahora deberíamos ser nosotros –y no otros en todo caso– quienes hiciésemos girar las manecillas del reloj de nuestras vidas.

Ojalá sabiendo soñar distinto cuando esta pesadilla acabe.

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