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El lobo flaco

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En entrevista reciente, el escritor Rafael Argullol declaraba que en caso de tener que elegir entre la libertad o la vida, se quedaba con la libertad, porque una vida sin ella –decía– es supervivencia, no vivencia.

Tal parece el caso al ver las calles estos días repletas de transeúntes ávidos por echarse a andar y reunirse y celebrar la vida. Se palpa la alegría, el ansia por vivir de los grupos de adolescentes, sus risas, la placidez de las terrazas, el reconfortante y afianzado pasear de las personas mayores. La vida –parecen decir– es demasiado hermosa para tener miedo. Es el mensaje de los cuerpos en consonancia con la luz inigualable de junio. Sólo falta una banda sonora, un charlestón que como en los felices años 20 nos ayude a expiar el bloqueo anestésico del confinamiento.

Por eso traigo hoy aquí la fábula de El perro y el lobo, que seguro conocen.

Un lobo flaco –todo huesos y piel– se encontró a un perro hermoso y reluciente.

–¡Buenos días! ¡Cómo me gustaría ser como tú! –le dijo–. ¡Estás fuerte, tu vida debe ser maravillosa!

–En efecto, harías bien abandonando el bosque y viniéndote conmigo. En estado salvaje sólo sois lobos miserables.

–¿Y qué tengo que hacer?

–Vigilar la casa que cuidarás y atender solícito la llamada del amo.

En esto caminaban ambos hacia la ciudad cuando el lobo se fija en el cuello pelado de su compañero:

–¿Qué te ha pasado?

–Nada. No es más que la señal de la cadena.

–¿Señal, cadena?

–Te dan las sobras a cambio y te pasan la mano por el lomo.

–La amada libertad que yo consigo

no he de trocarla de manera alguna

por tu abundante y próspera fortuna.

Marcha, marcha a vivir encarcelado;

no serás envidiado

de quien pasea el campo libremente,

aunque tú comas tan glotonamente

pan, tajadas y huesos; porque al cabo,

no hay bocado en sazón para un esclavo. (Félix M. Samaniego)

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