fbpx

Quien lo probó lo sabe

0

Todos necesitamos que nos quieran. Somos vulnerables, sentimos miedo. Al igual que una imagen, las emociones impactan y reúnen, sintetizan, acaparan y protegen. De ahí su universalidad. No son equidistantes –diríamos– sino ecuánimes. Las palabras, en cambio, el conocimiento –o su carencia– angustian y diferencian, estigmatizan, establecen jerarquías. Lo sensitivo seduce, zarandea nuestra insoportable levedad de seres en busca de identidad y de sentido. Pero es el sabor y el saber del árbol de la ciencia –y no los instintos más básicos– quien nos enajena de nuestro estado primigenio de animalidad y nos transforma en seres racionales, inteligentes. La cultura y el arte –frente a la ignorancia y el estado de naturaleza– son además las únicas pistas que tenemos para conocernos. Es en la plaza y no en la ensimismada meditación frente al espejo donde encontramos cualquier atisbo de autoayuda, el mejor de los mindfulness.

Giner de los Ríos llamaba armonía a la necesidad de procurar, mediante la Educación, el logro de una relación equilibrada entre verdad, bondad y belleza. La música, el dibujo y los trabajos manuales se erigían en materias idóneas para trabajar las emoción estética, al igual que la poesía y la literatura o las excursiones al campo. El cuidado de las formas con respecto a uno mismo y los demás forjan el carácter ético, la sensibilidad y los imprescindibles sentimientos solidarios de una vida en comunidad basada en ideales democráticos.

 

Giner de los Ríos llamaba armonía a la necesidad de procurar, mediante la Educación, el logro de una relación equilibrada entre verdad, bondad y belleza

Siguiendo la tesis freudiana expuesta en El malestar de la cultura, estaríamos asistiendo hoy a una especie de regreso momentáneo a la bruma originaria, allí donde la falta de ilustración suponía una forma de felicidad. El triunfo del paradigma emocional constituye un síntoma de una reacción desesperada, un parapeto, un refugio atávico en el mundo irracional frente a la náusea provocada por el desarrollo de la civilización. La pandemia ha venido a reforzar tales sensaciones.

Recordemos que “cultura” viene de “cultivo”. Y el cultivo –los agricultores lo saben bien– es un trabajo duro, vulnerable a las inclemencias e imprevisiones del tiempo, un trabajo que demanda paciencia y constancia y cuyo disfrute requiere de un esfuerzo en  apariencia inerte pero insustituible si lo que se pretende obtener son frutos provechos. “No llamamos felices al buey ni al caballo –escribe Aristóteles– ni a ningún otro animal”, porque ninguno de ellos es capaz de hablar o escribir, de utilizar el lenguaje y cultivarse.

La excitación y el entretenimiento continuos alejan al estudiante de la tranquilidad y el silencio como experiencias condicionantes de toda rutina de aprendizaje. Sin cierto grado de frustración y monotonía nadie aprende nada. El aumento de conocimiento y comprensión son de por sí emocionantes. Es la asimilación de contenidos lo que nos hace sentir bien. Y llega un momento en que la inteligencia emocional y la inteligencia cognitiva se retroalimentan y nos dan la clave del éxito. De ahí que no haya mayor dique de contención ante cualquier tipo de barbarie –la infelicidad incluida– que una buena biblioteca. Leyendo estamos a salvo, al margen de falsas terapias y chamanes.

0
Comentarios