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Utopía y desencanto

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Estaremos de acuerdo en que el mundo es mucho más que una serie de datos ordenados y que no puede quedar reducido a gráficas numéricas en el dominio del cálculo estadístico. Quien está acostumbrado a la reflexión sabe bien que el conocimiento progresa a través de su ejercicio. “En el universo del utilitarismo –escribe el profesor Nuccio Ordine– un martillo vale más que una sinfonía, un cuchillo más que una poesía, una llave inglesa más que un cuadro: porque es fácil hacerse cargo de la eficacia de un utensilio mientras que resulta cada vez más difícil entender para qué sirve la música, la literatura o el arte”. (La utilidad de lo inútil).

La defensa del conocimiento poderoso en la escuela recuerda a aquel soldado nipón que décadas después de acabada la II Guerra Mundial aún seguía en guardia convencido de que la batalla no había concluido. Tenía una orden: no rendirse jamás y aguantar hasta la llegada de refuerzos.

Ya hace tiempo que en España el Bachillerato quedó reducido a dos años y las carreras universitarias, de cinco a cuatro cursos. Como en una especie de principio de Arquímedes social, la Silicolonización del mundo ha llevado consigo aparejado el adelgazamiento de las exigencias académicas. ¿Para qué estudiar cuando Google te ofrece un título equivalente en apenas unos meses con el que, además, encuentras un trabajo más rápido y mejor remunerado? Lo cual recuerda a la época de esplendor económico antes de la crisis de 2008 en la que muchos estudiantes abandonaron sus estudios para trabajar en el sector de la construcción ganando el doble que sus profesores. Ya sabemos lo que más tarde aconteció, un regreso a la casilla de salida. ¿Qué destrezas y habilidades, qué competencias y técnicas específicas se aprenden en Filosofía o Magisterio? ¿Para qué sirve la historia o la literatura?

Como en una especie de principio de Arquímedes social, la Silicolonización del mundo ha llevado consigo aparejado el adelgazamiento de las exigencias académicas

En tiempos de transición, Claudio Magris propone la necesidad de unir el desencanto a la la utopía. Antes que contraponerse, ambos tienen que sostenerse y corregirse recíprocamente tal como hacen Sancho y don Quijote en alarde inmenso de respeto y tolerancia. “El desencanto, que corrige a la utopía –escribe Magris–, refuerza su elemento principal, la esperanza, que no nace de una visión del mundo tranquilizadora y optimista, sino de la laceración de la existencia vivida y padecida sin velos, que crea una irreprimible necesidad de rescate”. (Utopía y desencanto).

Condenados a la libertad, del uso que hagamos de ella dependerá el embate diario contra las incertidumbres. Nuestra condición de seres inacabados (Freire) nos hace vivir en las afueras (Esquirol), extramuros de toda abstracción idealizada. El mundo no puede ser redimido de una vez y para siempre. Cada generación, para evitar ser aplastada, tendrá que empujar, como Sísifo, su propia piedra. Entre la utopía y el desencanto.

 

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