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Paulo Freire

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Lleva razón el pedagogo brasileño: el sentido de la enseñanza y del aprendizaje está indisolublemente ligado al sentido crítico que entraña dicho acto educativo. ¿Para qué aprender? ¿Para qué enseñar? ¿Cuál es el objetivo de la escuela? Son preguntas cuyas respuestas delimitan y enmarcan diferentes modelos de actuación, diferentes sistemas escolares y, en definitiva y dentro de lo que cabe, diferentes tipos de sociedad. No es lo mismo –al menos en la enseñanza básica– educar con la mira puesta en la demanda de capacidades prácticas y profesionales que priorizar conocimientos cuyo finalidad principal sea la formación de ciudadanos pertrechados de razonamiento crítico y saberes reflexivos e intelectuales.

Se preguntaba Étienne de La Boétie en el Discurso de la servidumbre voluntaria por el arraigo de la voluntad servil hasta tal punto que el amor por la libertad dejara de ser un hecho natural sustituido por mitos, costumbres y supersticiones. El olvido borra posibilidades y nos convierte en súbditos. Por eso la pertinente reivindicación de una escuela que repita y recuerde y rinda tributo a la memoria.

Freire señala en este sentido la importancia de la imbricación dialéctica entre la teoría y la práctica educativa. En muchas ocasiones, nuestros narcisos postulados teóricos se convierten en anteojeras que nos desconectan de la realidad. En el otro extremo, la práctica sin base cognitiva es puro fuego de artificio, instinto maquinal sin objeto manifiesto más allá de la propia ejecución ensimismada a modo de eco repetido. Muchos de los debates educativos se originan a partir de este desencuentro polarizado.

En muchas ocasiones, nuestros narcisos postulados teóricos se convierten en anteojeras que nos desconectan de la realidad

Necesitamos hacer ver y experimentar –supone una enseñanza fundamental– que la comprensión de lo que se está estudiando no se da ni sucede repentinamente casi nunca. La comprensión obedece a una construcción intelectiva, una labor paciente y esforzada, desafiante y resistente. Profundizar en la red de sentidos textuales es incompatible con una lectura desatenta, rápida y superficial. Hemos pasado de la filosofía de la sospecha a desconfiar y poner en duda cualquier interpretación que no sea literal o no haga referencia explícita a los aspectos más inmediatos y denotativos del texto.

Llevados por nuestras sensaciones personales, por nuestras emociones e intuiciones, solemos caer en una falsa ilusión satisfactoria que nos lleva a creer equivocadamente haber comprendido. Aquí entra en juego el miedo, la inseguridad y la desidia ante una actividad que requiere esfuerzo y comprobación continua. “Estudiar –escribe Freire– es un quehacer exigente en cuyo proceso se da una sucesión de dolor y placer, de sensación de victoria, de derrota, de dudas y de alegría” (Cartas a quien pretende enseñar).

¿Tiene esto algo que ver con la tendencia inflacionista de la gamificación, los intereses espontáneos del niño o la hiperaula? Decía Ferlosio que la diversión es la continuación del aburrimiento pero con otros medios, radiografía de un subterfugio y una hinchazón simulada que evita enfrentar al alumno con la extrañeza y la austera desazón que implica y supone todo verdadero aprendizaje. No vendría mal desaprender ciertas prácticas basadas en determinadas teorías modernizadoras fallidas y recobrar el valor de las formas sencillas y las actividades y rutinas esenciales, decrecer para recuperar el sentido más crítico y liberador como quería Freire.

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