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Otro artículo más sobre el fomento de la lectura

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Mucho se ha escrito y se seguirá escribiendo acerca de lo que se conoce con el sintagma “fomento de la lectura”. Nunca se llega a acuerdo alguno más allá de los cuatro clichés vanamente repetidos. Cada cual atesora su experiencia personal e intransferible. Suele afirmarse que existen tantos lectores como formas de leer. Los hay que forjan el hábito en la cantera de la literatura infantil y los tebeos –un clásico–, devoran ingentes cantidades pero pasado el tiempo y contraviniendo toda lógica, no cristalizan en voraces lectores como cabría imaginar. También se da la circunstancia contraria de niños que apenas leyeron durante sus primeros años y llegada la adolescencia descubren en un texto –o mejor dicho, el texto les descubre– no tanto la magia de la literatura –que resulta muy cursi– como la capacidad más terrenal y sencilla de pensar y comprenderse en las experiencias imaginadas por otros.

Nunca se sale indemne. Yo siempre lo cuento y no me canso. Cuando me preguntan qué hacer para que un niño se aficione a la lectura, no hallo otra respuesta más a mano que exponerles mi biografía de niño iletrado hasta bien entrada la pubertad. Tendría unos 16 años y en una clase de Ética la profesora nos propuso leer Bajo las ruedas de Herman Hesse. Huelga decir que me son ajenos y desconozco los libros de literatura infantil y juvenil y que tal socavón resulta determinante en mi forma de leer. Lamentablemente no busco el entretenimiento recreativo o la evasión en los libros, no me atrae en especial la trama de una novela y todo ello supone un hándicap a mis espaldas. El placer que encuentro y busco es el placer de la ideas (perdonad la petulancia), una lectura omnímoda, depredadora y violenta si se quiere, que se abre paso entre las páginas expurgando cauces abiertos por la inteligencia. Quizá por ello no tenga reparo en subrayar los libros y hacer anotaciones en los márgenes. Cervantes leía hasta los papeles rotos de las calles y no extraña por eso la forma en que su pluma dio parto al lector ideal, Alonso Quijano, que de la letra hizo carne y vida.

La distancia es clave, dejar que el libro diga su canción a quien se acerca dejando a un lado sus ideas preconcebidas. En la interacción equilibrada entre lo que el lector pone y el texto propone se abre el terreno fértil de la lectura. El pecado original del que suelen quejarse los críticos es la pérdida de la inocencia cuando la profesión les obliga a leer para escribir un comentario. «Y no haya reflexión en lo que está haciendo, sino como un niño o uno que oye órgano y gusta: no sabe el arte y estáse quieto, y el que lo sabe, está mirando si yerra o no. Y así muchas veces, por advertir a las reglas de la oración, pierde la oración». (Juan de Ávila en Pláticas III: Los incipientes. Recogimiento y dejamiento).

La distancia es clave, dejar que el libro diga su canción a quien se acerca dejando a un lado sus ideas preconcebidas

Confieso que no me abandona aún la posibilidad de recuperar esa infancia de lecturas entre paréntesis. Siempre nos esperan las primeras veces. Y «no haber leído algo todavía no es una deficiencia inconfesable, sino la oportunidad de una celebración» (Muñoz Molina, Babelia, 13-3-21).

La lectura si ha de ser algo es libertad y alegría, apertura, nunca sectarismo y cerrazón, jamás prejuicios. Y lo peor de los prejuicios es que solemos ignorarlos. ¿Por qué cuesta tanto reconocer haber leído y disfrutado de libros comprados en la gasolinera o en el Vips? ¿Son incompatibles en la alternancia Paulo Coelho y Javier Marías?

Podríamos estar hablando de dos tipos de lecturas correlativas a dos tipos de aprendizaje, uno espontáneo y natural –por descubrimiento– y otro más académico y cultural, necesitado éste de instrucción y voluntad por parte del que aprende y del que enseña. No se llega a la lectura y a la escritura por ósmosis, es necesario un proceso de enseñanza y aprendizaje programado. Tampoco está inscrito en nuestros genes la inclinación erudita que procuran los libros aunque haya niños que reman a favor  al crecer en hogares donde la lectura es un hábito tan corriente como ver la tele o jugar en el parque. No es mi caso. La carencia igualitaria al respecto se halla en el aprendizaje socrático del dialogo con los libros en los que aprendemos a mirar la realidad sin anteojeras y a pensar. Y sólo en la escuela –no conviene olvidarlo– tiene lugar este tipo de lectura sin el cual seguiríamos a expensas de nuestros instintos, aprendiendo de continuo por descubrimiento y al albur de la irreflexión y el conductismo más burdo.

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