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El predicado de Cambridge

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© fran_kie

En el lenguaje de la lógica moderna, el denominado “predicado de Cambridge” es el que postula que si, en una situación dada, un elemento no se altera durante un tiempo determinado, mientras que sí lo hace en otro posterior, entonces es que se ha producido un cambio significativo en la configuración de aquel primer elemento. Por ejemplo, durante algunas décadas, se creyó que la educación en este país se había modificado, pero, como ya advirtieran los críticos de esta nueva forma de predicado, en realidad no se había producido ningún cambio sustancial en la situación de partida. En España, tras la promulgación de la Logse, sí que es admisible la existencia de una profunda alteración en el ámbito educativo, pero, en los años que la siguieron, incluso en la propia actualidad, aquel cambio que supuso la Reforma Educativa de Marchesi y Rubalcaba no ha encontrado su consecuente reemplazo. Quiero decir que, mal que nos pese, llevamos con la fastidiosa experiencia del relativismo pedagógico que consagraba aquella funesta legislación más de seis lustros completos. Por lo tanto, la necesidad de una revisión de los planteamientos que han llevado a la enseñanza nacional a uno de los peores horizontes en su historia reciente es más que evidente. Si me apuran, es imperativo, urgente de todo punto que se someta a un análisis honesto y libre de sectarismos lo que es la educación en estos momentos.

Las leyes educativas, como la reciente “ley Celaá”, al igual que las anteriores, sin excluir por cierto a las aprobadas por los gobiernos de la derecha en sus respectivos mandatos, están bajo las coordenadas de la Logse y, decir lo contrario, francamente resulta cansino. Sin embargo, nadie se ha atrevido, por lo que uno sabe, a ir más allá de los mimbres que dejó establecidos aquella legislación de 1990. Los profesionales de la enseñanza, especialmente los que ya peinamos canas, sabemos que el verdadero cambio vendría dado por el íntegro derrumbe de las paredes maestras de lo dispuesto por el dichoso Marchesi y su equipo, es decir, acabar con las sacrosantas vigas que siguen impidiendo la auténtica revolución educativa que exige España. Es como el viejo símil del gato y el cascabel: a ver quién es el guapo que se pringa en el asunto, porque, de llevarse a término, sí que sería visible la deseada modificación.

En primer lugar, desterrar de la enseñanza el paradigma relativista, el nefasto constructivismo o como se le quiera llamar, y así afianzar el valor absoluto del conocimiento entre los alumnos y, posteriormente, en el conjunto de la sociedad. Esta exigencia es inexcusable, porque, a fin de cuentas, todo lo demás vendrá por añadidura, tanto en la didáctica como en la evaluación de los rendimientos académicos. Así que el gran reto es echar abajo los sofismas de la nueva pedagogía, esa maldita caricatura que ha hecho claudicar la autoridad del profesor en el aula y el magisterio de su ejercicio doctrinal, marginando el poder mismo de la educación como ascensor social. Un segundo punto importante sería dar a los docentes la responsabilidad y la impronta que, desde hace mucho tiempo, se les hurta, puesto que nadie ignora que ni en lo suyo se les deja opinar. Una situación estrambótica, ya que es el único colectivo que no tiene derecho a hacerlo. Parece que cuando un profesor levanta la mano para exponer en público su particular criterio sobre la enseñanza, de inmediato se le invita a callarse, a mantener un silencio tan incomprensible como absurdo. En fin, el cambio en la educación inevitablemente pasará por una deseable “revolución de los profesores”, los apestados del discurso comprehensivo.

Es inexcusable desterrar de la enseñanza el paradigma relativista, el nefasto constructivismo o como se le quiera llamar, y así afianzar el valor absoluto del conocimiento entre los alumnos y, posteriormente, en el conjunto de la sociedad

De otra parte, pero no menos relevante desde el orden práctico, es anular el efecto del relativismo moral en la enseñanza. Esto es, dejar claro quién manda en el aula y quién ha de ingresar a ella para aprender. Establecer unos códigos de conducta flexibles, pero igualmente precisos, para que cada uno de los actores presentes en el ejercicio material de la educación sepa a qué atenerse. Hasta ahora, los conocidos reglamentos sobre derechos y deberes del alumnado, contrariamente a lo que se pudiera pensar, están diseñados para primar los derechos de los discentes frente a la ominosa carga de tareas de los profesores. En algún momento de nuestra historia reciente, la situación llegó a ser abiertamente ridícula, cuando no cruelmente abusiva, con respecto a los profesionales de la enseñanza, mostrando apenas uno o dos derechos del maestro ante páginas y páginas de supuestos derechos del alumno. Un disparate y una clara fuente de desprestigio social para los docentes. En definitiva, es todo un órdago el que necesita la educación en España para recuperar, justamente, lo que ha hecho grande a la civilización occidental, porque las medidas que han desarrollado los sucesivos gobiernos de la izquierda han ido en el sentido opuesto, en el de la destrucción del legado de un Sócrates, un Platón o el propio Aristóteles. Y no solamente se dice por la supresión de la materia filosófica en Secundaria, o la paulatina degradación de las Humanidades en las leyes progresistas, sino por su decidida entrega a los ideales de la sofística. Y, llegados hasta aquí, hay un tercer tipo de relativismo, el cultural, que ha sido tan nocivo como los anteriores, aunque su impacto parece más difuso. El sobrevalorar lo ajeno, entendiéndose por tal las culturas extrañas a la occidental, y subestimar lo propio, el acervo y la tradición de los pueblos europeos, ha ido también en favor del deterioro de la herencia que ha hecho de Occidente el faro en el que se mira el resto de culturas del mundo. Que no se interprete mal: no se pretende sublimar lo que nos hace diferentes frente a los otros, sino celebrar lo que nos constituye como civilización.

Así, pues, si España persigue un cambio genuino en la educación, ese famoso “predicado de Cambridge” con el que iniciábamos el camino, habrá de volver a lo que fuimos en el pasado, a aquello que la civilización occidental consiguió dejando atrás el relativismo y el despropósito de ignorar el valor absoluto del conocimiento. No todo tiempo pasado fue mejor, pero, en este caso, sí.

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