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Profesión de riesgo

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La última agresión a un docente en pleno ejercicio ha vuelto a poner sobre el tapete una realidad que muy pocas veces merece la atención de los medios y de la opinión pública en general. ¿Qué ocurre para que un chico de 13 años apuñale a uno de sus profesores? ¿Qué pasa por su cabeza para que se venzan todos los frenos morales y causar daño a los que le rodean? Son preguntas que, en estos momentos, se estarán haciendo muchas personas, y además con total legitimidad. Pero, como sucede con otras tantas problemáticas, la cuestión estriba en hacerse las preguntas pertinentes, las que de verdad apuntan al origen de la situación. Y cambiar los interrogantes, como ya se verá, nos pondrá en la dirección correcta. Por ejemplo, una de las preguntas posibles es la siguiente: ¿son los adolescentes de hoy iguales a los de generaciones previas? Y la respuesta, fundamental para entender el asunto de fondo, es un rotundo no. Los chicos de ahora, tanto si nos gusta como si no, son diferentes en formación moral y expectativas ante la vida. La educación que han recibido o, como se decía antes, la forja de su carácter, es, en gran parte, determinante en la especial frustración que los identifica. Ha sido una educación en lo fácil, en el regalo y en la pronta recompensa sin apenas esfuerzo por las cosas. De ahí que, ya en la pubertad, cuando han de enfrentarse a la prueba más simple, se encuentren desvalidos, desorientados y, por supuesto, presos de la desesperación, la perdición del hombre, como atinadamente escribiera Kierkegaard.

Hay múltiples maneras de reaccionar ante la exigencia, sea académica o de cualquier otro tipo, pero la inmediata y más tentadora es la rabia, y, de ésta al estallido de violencia, sólo hay un paso. Sí, el que un chico de Murcia se atreviera a agredir a una figura de autoridad, como lo es un docente en el ejercicio de sus funciones, no tiene tanto que ver con la influencia de los videojuegos de acción en la conducta como con la forma en que fue educado el muchacho en su infancia. Nadie duda de que es un hecho excepcional, un caso aislado, como no se cansan de repetir los falsos expertos en psicología adolescente, por lo regular preocupados por los índices de audiencia de los programas de televisión en que participan. Como ya barruntara Chesterton, una voz sensata donde las haya: “La adolescencia es una cosa compleja e incomprensible. Ni aun habiéndola pasado se entiende bien lo que es”. Y, con todo y eso, y sin desmentir al gigante de Kensington, los profesores estamos en contacto estrecho con aquélla y, por esta sola razón, caemos en la cuenta de que los medios de comunicación están pasando por alto algunos puntos esenciales.

La docencia es cada vez más una profesión de riesgo, porque, a los ojos de los adolescentes, somos una figura de autoridad que rompemos drásticamente con la imagen paradisíaca en que han sido acrianzados

El umbral de frustración –y lo veo a diario en el aula– es infinitamente menor entre nuestros adolescentes. Cualquier problema, desde la ejecución de un examen o el tener que comprometerse seriamente con algo para conseguir una meta, los lleva a la impotencia, a no saber cómo gestionar una realidad que, para ellos, es insalvable, porque, desde muy corta edad, se les ha inculcado el “tú puedes”, pero sin revelarles la otra cara de la moneda: la dificultad y el esfuerzo que entraña superarla. Así, ante la aparición de la exigencia se sienten por completo desarmados. No saben ni quieren conocer cómo actuar ante su presencia y, por mucho que se les advierta que en la vida no se regala nada, es eso lo que buscan afanosamente: el regalo de todo lo que suponga esforzarse. Cualquier profesor, o incluso un padre, que ejerza una legítima presión sobre los chicos, por cierto unos jóvenes acunados al calor de la laxitud y el consentimiento, se expone a una reacción desproporcionada. Claro es que no se trata de justificarla, ni mucho menos, pero sí de comprenderla, de hallar las causas de la frustración que abate a estos muchachos.

En apretada conclusión, la docencia es cada vez más una profesión de riesgo, porque, a los ojos de los adolescentes, somos una figura de autoridad que rompemos drásticamente con la imagen paradisíaca en que han sido acrianzados. Al enfrentarles con la dura realidad y, sobre todo, al situar su posible talento ante el espejo de la exigencia y la dificultad, no todos saben cómo gestionar el abismo existente entre lo que es el deseo y la responsabilidad de asumir los límites de las capacidades personales. Y, llegados hasta aquí, ¿hay solución? Si el problema radica en la educación, por supuesto, en ella también hallará el remedio oportuno. Mi mensaje final es para las familias de hoy, pero, especialmente, las del mañana: háganse el favor de transmitir los valores que han hecho de la humanidad lo que es. Respeto, trabajo, esfuerzo, mérito, preparación, humildad, aceptación y, por qué no, hasta sacrificio. Unas palabras que, por desgracia, la modernidad progre ha ido ocultando bajo la alfombra o, directamente, en el baúl de los recuerdos. Si queremos menos agresiones, menos frustración entre los chicos, ya es hora de actuar.

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