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Muerte a la filosofía

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Este inicio de curso está marcado en el calendario por muchas cosas significativas, tantas que merece la pena levantar la cabeza y mirar hacia adelante y hacia atrás para saber dónde estamos y hacia dónde nos lleva la ola pedagógica. La nueva ley del ramo traiciona todos los elementos básicos de la enseñanza, desde la autoridad del docente hasta la propia transmisión de conocimientos, ahora convertidos en “productos” de no se sabe qué estante del supermercado cultural, para, según repiten con insistencia los pedagogos de salón, acompañar al alumnado en su travesía por el sistema educativo. Esta traición es la peor de todas porque diluye el esfuerzo mantenido por la civilización a lo largo del tiempo con la deliberada intención de establecer unos cánones en los que reconocerse.

Por más que se empeñen los chiripitifláuticos, la ley Celaá es la manifiesta claudicación de un sistema de instrucción universal, sustituido por un enjambre de pantallas en las que los chicos son adormecidos y falsamente ilusionados con que saben algo. Con la Lomloe, se dará la definitiva puntilla a la episteme o el saber de la ciencia. En lo venidero, el alumno se convertirá en el timonel de su proceso de enseñanza y aprendizaje, obviando la figura del profesor, jibarizado en oficio y funciones. Y así se llegará al colapso total del edificio educativo, puesto que éste, en vez de cimentarse en la fortaleza del conocimiento, se hundirá en la distracción y en lo superfluo de la opinión compartida. Es como si el desmantelado Sálvame televisivo reviviera en cada una de las aulas de esta España mortalmente herida por el relativismo en cualquiera de sus formas o variantes.

No es una exageración lo descrito hasta aquí, porque, de algún modo u otro, ya se puede ver en muchos centros educativos de nuestro país. No hay verdad, sólo la opinión de unos adolescentes que, ni por edad o experiencia, saben diferenciar una cosa de la otra. En fin, no hay más luz que la de las pantallas a fuerza de oscurecer la única que debería primar en la escuela, la de la inteligencia, mutada en chip electrónico, haciendo regresar a la humanidad a la caverna de la ignorancia. En suma, la ley Celaá es la perversa culminación de un largo peregrinar hacia la Nada, hacia esa tierra quemada del No-Saber, la “gran negación”, como diría el desaparecido Roger Scruton.  Y es en estos momentos, en los que el abismo se abre amenazante ante nosotros, cuando la filosofía ha de recuperar el protagonismo social que antaño tuvo y luchar a brazo partido contra la ignominia del delirio pedagógico que hoy se vive.

Por esta razón en particular, los chiripitifláuticos ven en la figura del filósofo su némesis, ese enemigo al que perseguir hasta la muerte. Sin embargo, ante el furor del ataque de los intolerantes de la educación, uno recuerda las certeras palabras de Leo Strauss: “la filosofía es el intento de sustituir la opinión por el conocimiento; por lo tanto, la filosofía es subversiva”. Es hora de que, de una vez por todas, se alce la voz ante la tropelía pedagógica, de poner al descubierto el mal que sacude a nuestra escuela y abrazar con renovado brío el conocimiento.

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