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La casa por el tejado

No estoy en contra del progreso, pero sí del 'secuestro'; y la educación hoy, al calor de esta fiebre tecnófila, está siendo vendida a empresas que no son la suya.
Rubén Villalba
Periodista y creador del podcast 'El entrevistólogo'
23 de mayo de 2023
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Kits de robótica y especialistas en descifrarlos colonizarán en breve las aulas. La ministra Alegría —alegre— anuncia inversiones millonarias para que nuestros alumnos, dice, “entiendan y comprendan el lenguaje de las máquinas”. Si apenas aún entienden el nuestro, ¿no será esta una inversión a fondo perdido? La casa, como siempre, por el tejado, mientras los cimientos tambalean. Es el interés a pagar por modismos; modismo en su acepción de idiotismo, es decir, ignorancia. Entre las muchas cosas que yo ignoro están, por ejemplo, las razones que llevan a un político a darnos gato por liebre. Zapatero en su día nos dio a cada alumno un ordenador y 15 años después aquí estamos: nos cuesta dar la cara cuando nos la sacan de la pantalla.

Con los políticos me pasa como con las máquinas que anuncia Alegría: no llego a entenderlos y su idioma me parece farragoso, repleto de eslóganes, automatismos y frases tomadas del diccionario ilustrado de Siri. Un mejunje ambiguo y, por opaco, peligroso. ¿Sabe realmente Alegría qué significa, al proclamarlas, la robótica y la programación? ¿Conoce, de verdad, en qué idioma habla el lenguaje computacional? ¿Puede, en cristiano, explicarnos en qué consiste la Escuela 4.0? Diría, por su cara, que no. Y sospecho que la mitad de quienes hoy, como ella, anuncian inversiones millonarias en partidas que la mitad de los beneficiarios desconocemos —reconozcámoslo—, están en las mismas.

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¿De verdad urge tanto como dicen que los niños estudien desde los tres años para entender a las máquinas? ¿No son acaso ellas fruto de nuestro vientre?

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Ciertas modas me parecen turbias; más, cuando desprenden cierto tufo mesiánico. ¿Urge tanto como dicen que los niños estudien desde los tres años para entender a las máquinas? ¿No son acaso fruto de nuestro vientre? Hablan de ellas como si fueran del todo ajenas al ser humano, como si no fuera este su único y último creador. ¿No convendría, pues, entendernos primero bien entre nosotros para no temer lo que de nosotros salga? Visto lo visto, no se rema a este favor, haciendo evidente lo que de verdad subyace tras el discurso tecnófilo: desconfianza —el consumismo desmedido, el rédito empresarial o la ingeniería social lo dejamos para otra— . 

Al instalarnos en ella y, por ende, en la casi obligación de estudiar las máquinas por si acaso nos la meten doblada, no hacemos sino ponernos frente al espejo, proyectando en él nuestro recelo más innato: el del prójimo. El problema, de nuevo, nosotros. Y no las máquinas. Lo advierte el experto en inteligencia artificial Richard Benjamins: “El problema no son las máquinas, sino las personas que están detrás”. Así que no escurramos, otra vez, el bulto ni lo camuflemos con urgentes necesidades, supuestas demandas o debates éticos que no dependen de nadie más que de nosotros.

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¿Reparará Alegría los daños estructurales o seguirá tirando la casa por la ventana?

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No estoy en contra del progreso, pero sí del “secuestro”. Y la educación hoy, al calor de esta fiebre tecnófila, está siendo vendida a empresas que no son la suya. ¿Fomentarán las máquinas de Alegría el pensamiento crítico? ¿Reducirán el preocupante déficit lectoescritor? ¿Aliviarán las crecientes dolencias de salud mental? ¿Acabarán con la asfixiante burocracia? ¿Antepondrán el bien común al beneficio propio? ¿Despertarán la vocación frente al mercantilismo? ¿Reparará Alegría los daños estructurales o seguirá tirando la casa por la ventana? 

El hábito, de entrada, no hace al monje: que los políticos usen ChatGPT como arma arrojadiza así lo demuestra. Su creador, entretanto, avisa: “Con la inteligencia artificial debemos tener el mismo cuidado que con las armas nucleares”. ¿Y quién las creó?

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