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Desconfinamiento pedagógico

Juan Francisco Martín del Castillo
Doctor en Historia y profesor de Filosofía
26 de mayo de 2020
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© ANTONIO RODRÍGUEZ

Dentro de apenas dos, si el coronavirus me lo permite, cumpliré cuarenta años de relación. La más larga de cuantas he tenido, y espero que siga así mucho tiempo, el de una vida a ser posible. Una relación con algo, con un objeto o con un momento, no siempre es parecida a la más habitual, la que se da en una pareja, pongamos por caso. Mi vínculo tiene por protagonista un simple matojo de pelos, mi barba, sin duda, tan mía como yo de ella. Vernos el uno sin la otra es como disponerse a contemplar un cielo sin estrellas. Perdón, me había jurado no escribir sobre mí, pero me ha podido la melancolía y el anhelo de conseguir la coherencia personal, incluso más allá de lo requerido por el compromiso con unas ideas. Reconozco que, en lo que llevo de existencia, pocos han sido capaces de soportar tal grado de coherencia, porque, entre otras cosas, exige sacrificio y conocimiento de uno mismo.

Esta coherencia es la que echo en falta en la Educación española y, últimamente, esta ausencia devastadora se ha convertido en el núcleo esencial de la política educativa y hasta de la propia enseñanza. Si una cosa ha demostrado el asalto del virus y el posterior confinamiento es que la figura del profesor, su magisterio y la autoridad que le confiere su ejercicio son imprescindibles, irremplazables de todo punto. Cuando la moderna pedagogía aboga por su jibarización, por sustituir incluso su importante papel por el de simple acompañante del niño, ha tenido que venir una epidemia para despertar, por fin, las conciencias aquí como en el otro lado del mundo. Porque este resurgir de la genuina Educación ha ocurrido, prácticamente, a la par en todos los lugares del globo, así en la China como en la vecina Francia, en los Estados Unidos como en la Rusia de Putin. Una lección, sin embargo, que espera a ser escuchada por quien está al frente de las políticas del sector. Y, por ahora, salvo una minoría silenciada, nadie ha logrado interiorizar el mensaje.

"Si una cosa ha demostrado el asalto del virus y el posterior confinamiento es que la figura del profesor, su magisterio y la autoridad que le confiere su ejercicio son imprescindibles"

En nuestro caso, el de esta España que se debate entre Unamuno y Machado, las autoridades, en vez de asumir que sin el magisterio no hay enseñanza que valga, han tirado por tierra su imagen y función social. Es como escribiera Platón en el Banquete, hablando de la ignorancia y su arrogante desafío, “el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar”. La señora Celaá y la cohorte de chiripitifláuticos que la asiste no cree que los profesores seamos necesarios, por lo menos, tan necesarios como esta situación crítica ha puesto de manifiesto. En un gobierno sobredimensionado, donde cualquiera parece estar poseído por el don de la verdad, resulta paradójico que la principal responsable de la Educación nacional haya dejado en manos de unos completos ignorantes el manejo del conocimiento.

Llega la hora de romper amarras, de saber decir hasta aquí hemos llegado. Es un ejercicio de inteligencia, de sacrificio y de coherencia. Y yo se lo demando a la ministra Celaá. Es el momento, justo ahora, de firmar el finiquito a los hacedores de la burbuja educativa de los últimos cuarenta años. Mandar a paseo a tanto chiquilicuatre que, con experiencia cero en las aulas, se atreve a postular esto o aquello sobre la Educación. A tanto lunático que pulula por las cercanías del poder con la única intención de iluminar a los que supuestamente no saben. Bien les valiera haber leído a Platón o Aristóteles, autores que hace casi tres milenios hablaron de la enseñanza con una sensatez inencontrable en semejantes muestras de soberbia y utopismo fanático.

Mi barba, que ni responde ni se inmuta, es la que me habla cada vez que me veo en el espejo. Me dice que su sola presencia es el sello de un compromiso, de una apuesta por la coherencia. Mírese en el suyo, señora Celaá, y busque lo que le dice su cara, su cuerpo y una vida entregada a la docencia. Y siga la medicina de Epicuro, este precepto que jamás hay que olvidar, “si grave, leve; si largo, breve”, y luego váyase. España se lo agradecerá o, por el contrario, haga que se vayan los que urden el descabalamiento de la enseñanza desde hace mucho tiempo, demasiado ya. Y, en este bendito caso, la Educación a secas se lo agradecerá.

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