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La venganza de Atilano

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Atilano fue uno de los hijos de la imaginación de Rafael Azcona, en concreto, el protagonista de una de sus historietas cómicas. De título bien elocuente, “La vida en negro”, ha resultado ser profética en más de un sentido, puesto que apareció en el diario Pueblo el 26 de noviembre de 1955. Setenta años después, Atilano ha vuelto a la vida con inusitada fuerza. Ideado como metáfora de la desidia, el desinterés y la ausencia de luces en el juicio, con él pretendía el autor riojano alertar sobre cierta tendencia del hombre de la época franquista a la dejadez y el conformismo. Sin embargo, la pujanza con la que ha resucitado nuestro personaje, no sólo es indicativa de la maestría de Azcona en la descripción de las mentalidades, sino también de lo poco que se ha evolucionado en determinados aspectos con respecto a unos tiempos que, si por algo se caracterizaban, era por la pérdida de las libertades. Contaba Azcona que el pobre Atilano era un auténtico descerebrado, pero en el sentido literal de la expresión, ya que había sido privado del cerebro a la temprana edad de los siete años y, como era incapaz de “aprender el número pi”, tuvo que encontrar un empleo con el que dar plenitud a la vida que tenía por delante. En resumen, se convirtió en el tonto del pueblo, reduciéndose toda su actividad “a quedarse tumbado al sol mientras, para entretenerse, se producía diversas heridas en distintos lugares del cutis”.

Hace años, tantos como una vida, el portar una cicatriz era la prueba física de un pasado violento o bien el santo y seña de la pertenencia a una comunidad. Si se formaba parte del primer grupo, hasta venía en ganancia del misterio personal el tener la cara marcada. En el segundo caso, la cicatriz hacía referencia a un mundo sórdido y marginal, propio de la realidad de los presidios. En la actualidad, las cicatrices, como los tatuajes, adquieren un significado distinto, tal vez alternativo. Tatuarse el cuerpo, llenar la superficie de brazos y piernas con imágenes y mensajes, es tan sugerente como definitorio para cierta parte de la juventud, pero no sólo para ella. Lo mismo está ocurriendo con las escaras que se hacen bastantes adolescentes al dictado de las modas más dispares, como la de la “Ballena Azul” o esta de ahora de la “cicatriz francesa”. En su día, el desafío de la “Ballena Azul” emborronó cientos de páginas de la prensa internacional, sacudida por la noticia de la muerte por suicidio de muchos chicos, simplemente, por cumplir con las etapas propuestas por el peligroso juego virtual. En cambio, la “cicatriz francesa” es otra cosa, afortunadamente, pero igual de reveladora sobre cómo los adolescentes de Francia e Italia parecen haber encontrado en el redivivo Atilano el mesías que buscaban.

Esta nueva cicatriz es el resultado del pellizco insistente y obsesivo sobre las mejillas del protagonista, que lo hace para “marcarse” y lucir la consiguiente herida como si fuese la divisa de una res de lidia. En definitiva, debe ser muy anodina la vida de estos muchachos para que se inflijan este tipo de lesiones a sí mismos con el único objetivo de sumar unos likes a las cuentas de Instagram o TikTok. O eso o es que, en el fondo, la práctica de la “cicatriz francesa” quiere decirnos algo más sobre la condición humana y el mundo tal cual nos lo representamos en los albores del siglo XXI. La banalización del sufrimiento humano con fines estéticos siempre ha existido, pero la novedad de la combinación de la realidad virtual con la incertidumbre e inquietud de la adolescencia me hace pensar en una especie de venganza de Atilano, quien, de personaje trágico y cargado de humor negro, se ha erigido en el ídolo de las masas juveniles, que lo adoran cual Dios de la Modernidad.

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