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Reconocer los sentimientos de los menores

Martes, 18 de febrero de 2014
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He leído un artículo del que quiero trasladarles alguna idea. Lo firma Ana Valdivieso para La Provincia. La tesis inicial es simple: los niños y las niñas que se sienten bien, se comportan bien. “Quando il corpo sta bene, l'anima balla” y otras frases célebres expresan esa unidad entre alma y cuerpo que somos, en contra de esos falsos dualismos esquizofrénicos que se esconden detrás de algunas propuestas pedagógicas. Vemos cómo grandes conflictos de relación se resuelven con una caricia, una sonrisa o un bocadillo de jamón. Lo sabemos y somos comprensivos cuando un compañero “no ha tenido un buen día” o sabemos esperar a que “pase la tormenta”. Los adultos sabemos disculparnos unos a otros y se nos supone formados en resiliencia o resistencia a la frustración. Deberíamos ser capaces de sonreír tras una mala noche y aún así somos indulgentes.

¿Por qué no lo somos con los menores? Explica Valdivieso: “Con los niños solemos hacer lo contrario, cuanto más enfadados, nerviosos, agobiados están, más les exigimos que nos hagan caso y que cambien su actitud. Evidentemente, en estas circunstancias conseguimos justo lo contrario de lo que pretendemos, esto es, más rebeldía, más enfado, más pataleta y sobre todo, un aumento de nuestro enfado al ver que nuestra autoridad se pone en duda”. Es una injusticia y además una torpeza educativa. Nos ofrece algunos consejos para mejorar la comunicación y el bienestar de los menores. “Primero, escuchar de forma empática que es, ni más ni menos, atender a lo que sienten. Segundo, reconocer lo que sienten, lo que desean, lo que les gusta, aunque no estemos de acuerdo. Todos los sentimientos se aceptan, son las acciones las que se limitan. Por último, corregir los comportamientos, sin poner en cuestión su forma de ser”.

¿Cómo hacerlo? Valdivieso nos da un truco. “En la mayoría de los casos se trata de cambiar nuestro vocabulario por (…) el que empleamos con nuestros invitados, con nuestros amigos, con nuestros colegas. ¿Nos podríamos imaginar enfadándonos con nuestro compañero de mesa porque se ha derramado el café? No, claro, al contrario le decimos: “no te preocupes, ya te ayudo a limpiarlo”. ¿Cómo reaccionarían nuestros hijos [o alumnos] si le habláramos de este modo? ¿Por qué no hacerlo?”.

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