Salvar una década universitaria

Jueves, 29 de septiembre de 2016
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La universidad española ha sufrido, y sufre, de forma notable el impacto de la crisis, que comenzó en 2009 y que ha llevado el desasosiego a los centros, que encuentran dificultades para afrontar sin constantes turbulencias y con garantías de eficacia su actividad cotidiana. Ante este panorama, la Fundación Conocimiento y Desarrollo (CYD) alerta en su último informe de una «década pérdida» para el sistema de enseñanza superior.

En efecto, en las conclusiones del estudio La contribución de las universidades españolas al desarrollo 2015, se afirma que, ante esta situación, tan importante es dotar a los campus de más recursos como conferirles la autonomía necesaria para afrontar los desafíos que tienen ante sí. No hay que olvidar que, desde 2009, cuando las universidades públicas comenzaron a ver reducidas las transferencias, se ha acumulado un descenso del 17,9% en lo que se refiere a ingresos; el personal docente e investigador ha caído un 6,6% y, en cuatro años, los campus han perdido un total de 100.000 alumnos.

Los responsables del Informe CYD reconocen el trabajo de las universidades para sortear la crisis con un «esfuerzo digno de resaltar», pero advierten de que en el mundo los centros universitarios «van a toda velocidad» y, si las cosas no cambian, España puede perder el tren de la modernización y la competitividad universitaria y perder talentos.

Los datos son tozudos, preocupantes y exigen una atención inmediata, pero la institución superior corre el riesgo de quedar atrapada en ellos y perder de vista su razón de ser, su esencia. Recursos suficientes y una buena gestión son imprescindibles para caminar seguros por la senda de la eficacia. Destacan y están necesitadas de debate para su mejora cuestiones como la empleabilidad, la situación en los rankings, el gobierno de los campus o la internacionalización, entre otras. Pero también hay que analizar cómo se lleva a cabo en cada caso la misión de la universidad.

Los centros superiores no pueden transformarse en oficinas de empleo o, en el peor de los casos y como afirman algunos, en fábricas de parados. La formación de los alumnos en el más profundo sentido del término no es algo baladí sino más bien al contrario. Y en este aspecto podemos correr también el riesgo de la mencionada «década pérdida». Se trata de formar más allá de la profesión elegida; no ocurra, como advierten desde hace tiempo responsables de prestigiosas instituciones, que lideran los rankings –gran parte de ellas de corte anglosajón y también alguna española–, que las universidades olviden su gran función educativa, que se concreta en ayudar a crecer a jóvenes –muchos de ellos recién salidos de la adolescencia–, a ayudarles a ser no solo profesionales competentes en su especialidad sino mejores personas, adultos íntegros, honestos, comprometidos. Es una tarea de educar en libertad, de preparar para toda la vida, de formar personas críticas que puedan afrontar los problemas y responder a las cuestiones que plantea un mundo globalizado desde una óptica ética; que sepan asumir con responsabilidad sus propias decisiones personales, respetar las opciones cívicas, culturales y religiosas de sus semejantes y, en un momento como el que vivimos, ser solidarios.

Es complejo diseñar un modelo que haga realidad estos planteamientos; muchos pueden argumentar que los valores impregnan de forma transversal los estudios correspondientes; otros muchos entienden asimismo que la recuperación de las humanidades en los planes de estudio, ya sean de ciencias, de letras o tecnológicos, facilitaría el cumplimiento más pleno de la misión educativa de la universidad. Algo es cierto, la urgencia de no perder, o de recuperar si en algún caso se está perdiendo, la razón de ser, la identidad, el alma de la universidad.

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