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Del filosofar y el adoctrinar

Juan Francisco Martín del Castillo
21 de noviembre de 2018
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Siempre es un placer volver a leer a Groucho Marx, ahora que parece que el sentido común brilla por su ausencia. Con respecto a la recuperación de la Filosofía, como asignatura obligatoria en el Bachillerato, he releído un párrafo del cómico norteamericano. “Hace varios años, la testosterona alcanzó las primeras páginas de los periódicos. Se trataba de un suero mágico proveniente de Viena extraído de cierta parte del caballo. Declino aclarar públicamente de qué parte, aunque he de admitir que sin ella hoy no habría potrillos”. Con su particular gracejo, exponía el impacto de las modas y vanguardias que, al socaire de esto o de aquello, como diría el latino, marcaban el paso de la modernidad, incluso, como es el caso, de la propia condición del hombre. La relación del fragmento con la Filosofía no se presenta de manera evidente, pero no le sucede al querido lector que, modificando el texto y deslizando la palabra “filosofía” en él, cobra un nuevo sentido, quizás disparatado, hasta surrealista y, por ello mismo, más filosófico. Son las cosas de los profesionales de la materia, que nos gusta ver los significados y dimensiones de la aventura filosófica, más allá de los entresijos de los sistemas de pensamiento en particular.

La buena noticia de la recuperación de la obligatoriedad de la secuencia filosófica, tanto en Secundaria como en la etapa voluntaria de la Educación, ha sido recibida como si del advenimiento del mesías se tratara. Y los filósofos, por definición, repudiamos cualquier tipo de reducción del discurso, y el mesianismo lo es, a falta de una posible impugnación de esta certeza. Por consensuar un principio sobre el que afirmarse, la Filosofía es “conocer por conocer”, como recoge puntualmente Ferrater Mora en su famoso Diccionario, una tarea en la que la mera conversión del pensamiento en instrumento no acaba de gustar a nadie, y mucho menos a los que nos dedicamos a ella profesionalmente. Es verdad que algunos, en el pasado, la entendieron así, como una herramienta con la que convencer sobre la conveniencia y oportunidad de unas ideas sobre otras, sobre el valor epistemológico y social de unas concepciones sobre las alternantes. Obviamente, este planteamiento lleva a la exclusión de otros puntos de vista y, en cierta manera, a la limitación de la libertad, algo indeseable en cualquier ámbito de la vida, pero, en un sistema educativo, no sé ni cómo calificarlo.

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Este supremacismo es el que impera entre muchos compañeros de aula, que, al amparo de la Filosofía, exponen su filosofía

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La izquierda, en este sentido, cree que la recuperación de la Filosofía servirá a sus fines políticos, ponderando el “espíritu crítico” como si fuera una bendición que solo les fuera concedida a los suyos, una virtud ínsita que les asiste por el hecho mismo de situarse en una determinada esquina ideológica. Este supremacismo –sí, las cosas por su nombre– es el que impera, y mal que me esté el decirlo, pero si no lo hiciera sería aún peor, entre muchos compañeros de aula, que, al amparo de la Filosofía, exponen su filosofía, lo que ya no es docencia, sino adoctrinamiento. Quizás, y sin el quizás, esta es la razón principal por la que se frotan las manos entre las bancadas de la izquierda parlamentaria y, cómo no, entre la extraparlamentaria, la que lanza adoquines en las calles, la que quiere asaltar los cielos, la que, en suma, presume de transformar la sociedad a base pontocones. Y, en palabras de Ortega, la Filosofía no es eso: no debería ser el arma de nadie, más que de la propia racionalidad.

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La Filosofía debe estar por encima de la opción ideológica del profesional, incluso de la del partido en el poder

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El Marx de los escenarios lo resumió espléndidamente: “después del duodécimo jeringazo mágico del doctor, llegué a la triste conclusión de que aquello también era una trampa y un engaño más”. Lo peor que puede hacer un profesor de Filosofía es convertirla en una estafa, en una ilusión con la que atrapar la voluntad de los individuos, semejando lo que no es, aunque algunos, y ya no en el pasado, sino en el aquí y ahora, lo intenten con todas sus fuerzas. La Filosofía debe estar por encima de la opción ideológica del profesional, incluso de la del partido en el poder, porque su función es, precisamente, la de hacer despertar la curiosidad en el hombre y que ella, y sólo ella, le conduzca por el camino que se va abriendo a su paso. Por favor, no caer en el exabrupto de llamar a un alumno de Primero de la ESO fascista, como así hizo un “compañero” por el simple hecho de no responder lo que él esperaba. Esto, desde luego, no es Filosofía y el docente, por mucha titulación que exhiba, tampoco debería ser calificado honradamente como filósofo. Por terminar, que también es una forma de empezar, al menos en nuestra disciplina, la única finalidad cierta de la Filosofía es excitar en el hombre la necesidad moral de la dignidad y la búsqueda de la verdad o, lo que es lo mismo, que los chicos se valgan por sí mismos, que alcancen la plena autonomía en el pensar y en el obrar.

Juan Francisco Martín del Castillo es profesor de Filosofía en el IES «La Isleta» de Las Palmas de Gran Canaria.

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