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Óscar Pérez: “Evitar el sufrimiento no es posible, ni siquiera deseable”

El psicólogo Óscar Pérez reúne en un libro casos de fracaso que acabaron en éxito; de problemas que dieron paso a soluciones; de jóvenes que, en plena crisis existencial, descubrieron su sueño e incluso emprendieron.
Rubén VillalbaMartes, 23 de marzo de 2021
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Óscar Pérez Cabrero es psicólogo en Álava Reyes y docente colaborador de la Universidad Alfonso X El Sabio (UAX) | © JORGE ZORRILLA

De la revolución de los 20 al dilema de los 30. Y, entre medias, un mar de dudas en el que, sin embargo, nos podemos reencontrar. Así lo plantea, junto a un grupo de psicólogos, Óscar Pérez (Madrid, 1987) en ¿Qué hago con mi vida? (La esfera de los libros), más que un libro, manual de supervivencia para jóvenes, y no tan jóvenes, en tiempos de pandemia.

—El futuro es hoy riguroso presente.
—Sobre todo, desde el inicio de la pandemia. En la juventud resulta devastador porque es la etapa de la vida ya de por sí más marcada por la incertidumbre. La infancia y la adolescencia están guionizadas por la escolarización y a la edad adulta se procura llegar con la vida resuelta. Todo lo que ocurre entre medias es lo que llamamos juventud. La mayoría de cambios trascendentales tiene lugar entonces.

—¿Qué se puede hacer con el futuro, o sea, con un tiempo que todavía no es?
—Muchísimas cosas: fantasear, anticipar, ilusionarse, planificar… Todos son verbos “mentales”, pero nuestro interés por el futuro va más allá de lo que ocurre en nuestra cabeza. Cuando estudio, cuando aprendo una destreza, es el futuro lo que está guiando mi conducta, pues el fruto de ese esfuerzo se verá más adelante.

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No puede ser que con una mano estemos repitiendo el mantra de “la generación mejor preparada de la historia” y con la otra acusándola de “acomodada”

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—¿Se nos enseña a pensar?
—Hay ciertas cosas que deben aprenderse de manera autónoma. Los padres y educadores pueden apoyar, pero también deben dejar a los jóvenes cometer sus propios errores para que así aprendan a identificarlos como tales. En mi profesión no he conocido a padres con pretensión de que sus hijos no piensen, aunque sí de que no sufran. Pero evitar los sufrimientos no es posible, ni siquiera deseable: son necesarios para aprender a levantarse.

—¿Cómo emprende un joven inmerso en incertidumbre y precariedad?
—Emprender es una iniciativa fantástica, pero no podemos venderlo como la llave universal. Algunas propagandas parecen situar la responsabilidad del paro en el tejado de los jóvenes, como si encontrarse parado se debiese solo a que uno no está teniendo la suficiente diligencia. No puede ser que con una mano estemos repitiendo el mantra de “la generación mejor preparada de la historia” y con la otra acusándola de “acomodada”. Tenemos una generación con ganas de trabajar, pero en un mercado laboral precario y con sueldo de becario emprender se hace cuesta arriba. Entonces el aval familiar se antoja como solución, aunque no todos están dispuestos a depender del mismo por su afán de emanciparse o el apuro de comprometer a sus padres, por no hablar de las familias que ni siquiera pueden permitírselo. Así que esa llave queda en manos de las políticas que estimulen el emprendimiento.

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El fracaso tiene peor marketing: no se nos enseña a gestionarlo, sino más bien a evitarlo; y esto tiene que ver con la vergüenza a la que aboca la mera idea de fracasar

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—¿Se enseña a ser un buen fracasado, a gestionar la derrota?
—El fracaso tiene un peor marketing. No se nos enseña a gestionarlo, sino más bien a evitarlo. Y esto tiene que ver con lo proscrito que tenemos el término, la vergüenza a la que aboca la mera idea de fracasar. Recuerdo a un alumno de cierto MBA que se quejaba de que en las clases solo les contaban historias de éxito y se preguntaba: “Y si fracaso, ¿qué hago?”. No veía que le diesen herramientas para moverse en el barro de los problemas, que es donde realmente se crece. El fracaso es la forja del verdadero éxito.

—Nos inculcan que lo importante es participar. Sin embargo, nos mueve el deseo de ganar.
—Quizá porque caemos en incoherencias a veces. El mensaje que mandemos será nulo mientras no prediquemos con el ejemplo. Y ese ejemplo también lo marcan las tendencias culturales. Pensemos en las Olimpiadas. La importancia de la participación no es un dicho, sino un hecho: la ceremonia de inauguración es lo que acapara más focos, recursos y entusiasmo. Y con el sistema de medallero se palía, hasta cierto punto, lo injusto e innecesario que resulta a veces que solo pueda ganar uno.

—Se busca que los estudiantes sean menos “técnicos” y más emocionales. ¿Responde el sistema educativo a esta demanda?
—Los psicólogos llevamos muy a gala la necesidad de incluir asignaturas o talleres que sirvan de altavoz a cuestiones que se trabajan a menudo en consulta: en qué consiste la ansiedad, cómo resolver conflictos o de qué depende mi estado anímico. Ahora bien, que sea el sistema educativo el que deba responder a semejante demanda es pedir demasiado. Podrá poner su granito de arena, pero el papel de los padres es fundamental.

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Nos han convencido de que solo lo inalcanzable es lo que merece ser elevado a la categoría de sueño, como si todo lo que no sea aspirar a unas metas muy altas peque de poco ambicioso

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—En el libro hablas de Natalia, una joven que tiende a tomar decisiones sin reparar en el largo plazo. ¿Es cosa de la actual cultura de la instantaneidad?
—No es la cultura la que ha influido en nosotros, sino al contrario. Sabemos que los consecuentes más inmediatos a nuestro comportamiento son los que mayor control ejercen sobre el mismo. Así que, si existe algo que pueda llamarse “cultura de la instantaneidad”, es lo más parecido a un traje hecho a medida de cómo funciona nuestra conducta. Este traje tiene como contrapartidas la facilitación de adicciones, el no aprender a valorar ciertas cosas y un disparo en el consumo cuyas consecuencias sobre nuestro entorno no sabría estimar.

—¿Nos han convencido de que los sueños son inalcanzables?
—Le daría la vuelta: nos han convencido de que solo lo inalcanzable es lo que merece ser elevado a la categoría de sueño. Como si todo lo que no sea aspirar a unas metas muy altas peque de poco ambicioso y, por ello, fuese ridículo considerarlo un sueño. Sin embargo, tan admirable es tener éxito laboral como renunciar a él. No todos los sueños se limitan al trabajo.

—¿Qué futuro nos espera: imperfecto, compuesto o simple?
—Diría que imperfecto. Y conviene ir asumiéndolo. El dicho “cualquier tiempo pasado fue mejor” es falso, pero está basado en dos realidades: nuestra tendencia a idealizar lo que perdemos y nuestra mayor facilidad para recuperar recuerdos asociados a emociones agradables. Ni el pasado era tan perfecto, ni parece que sus imperfecciones fuesen para tanto. Vendrán obstáculos, pero hagamos que el camino merezca la pena.

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