La escuela guay: ¿progreso o peligro para la educación?

Quizá yo no he dado en los lugares adecuados, pero gran parte de las conversaciones que es posible oír en diferentes reuniones o leer en interacciones en internet donde participan profesionales de la educación en activo tienen como uno de sus criterios principales “lo guay”.
Ricardo E. Reyes SotoViernes, 4 de julio de 2025
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© Master1305

La escuela ha cambiado. Esto no es algo que debiera sorprendernos. Como cantaba Mercedes Sosa, todo cambia. Ahora bien, los cambios pueden ser positivos o no y esto sí es algo a lo que la sociedad debería prestar especial atención. Como ya señalase Zygmunt Bauman, vivimos en una época de liquidez, de volatilidad. A lo anterior, se podría añadir que esta situación ha ido incluso más allá. Si uno de los móviles de la modernidad en sus orígenes era la ruptura con esquemas que entorpecían el progreso, habría que preguntarnos cuáles son los nuestros a día de hoy. De lo contrario, la sociedad se estaría moviendo por pura inercia, sin saber hacia dónde se dirige ni por qué, como si un ansia neurótica le susurrase al oído constantemente que no es posible detenerse por mucho tiempo en un mismo punto. Da igual si el movimiento o el cambio es bueno o necesario –o ambas cosas–, la cuestión es moverse.

Resulta particularmente sorprendente esta necesidad de cambio tan apremiante, permitiéndonos considerar aquí con mucha mayor seriedad, si cabe, una reflexión recurrente en El deber moral de ser inteligente y Prohibido repetir de Gregorio Luri: ¿Es lo novedoso bueno por el simple hecho de serlo? Ya hace algunos años, en la muy recomendable obra de Ripoll y Aguado Enseñar a Leer, se explicaba cómo durante un tiempo, durante la época de la Transición a la democracia, se comenzaba a abogar por el método global de enseñanza de la lectoescritura en detrimento del método sintético, pues esto era lo novedoso, lo progresista; la manera de romper con lo viejo e indeseable, pues pareciera ser que todo aquello que suena a tradición debe ser inmediatamente desechado. El sentimentalismo se imponía a criterios basados en la observación y la razón por entonces, tal como continúa haciéndose actualmente. Desde luego, no se pretende juzgar las buenas intenciones de aquellos que, por entonces, sin evidencia concluyente, pudieran considerar otras maneras de enseñar algo tan fundamental como la enseñanza de la lectoescritura sin tener a mano el cuerpo de evidencias que se ha podido acumular varios años después, pero no deja de ser un ejemplo muy elocuente de criterios para la selección de métodos y/o enfoques pedagógicos bastante alejados de parámetros técnicos debidamente contrastados, sin embargo, no deja de resultar muy significativo que todo esto va a parar al mismo lugar: lo novedoso como equivalente de mejor o superior. Hágase si se puede, el ejercicio de consultar la oferta formativa de los diferentes centros de formación del profesorado a lo largo y ancho del territorio nacional. Es probable que se encuentre una combinación de palabras muy recurrentes –incluso en el nombre de por lo menos, 5 de estas instituciones–. Por supuesto, esto no quiere decir nada concluyente, pero al mismo tiempo, resulta interesante notar el giro semántico al que asistimos desde hace algunos años.

En una era donde el acceso a la información –y a la buena información– puede ser llevada a cabo a golpe de clic, abunda, sin embargo, una preferencia por lo rápido y vistoso

En relación a lo anterior podemos decir que esta tendencia ha cambiado poco, pues constato –permítaseme aquí hablar en primera persona– con mucha mayor preocupación un fenómeno cada vez más extendido en claustros de Educación Infantil y Primaria, y que al parecer también tiene cabida en Secundaria. Suelo referirme a ella como la escuela guay, o la escuela de lo guay. Quizá yo no he dado en los lugares adecuados, pero gran parte de las conversaciones que es posible oír en diferentes reuniones o leer en interacciones en internet donde participan profesionales de la educación en activo tienen como uno de sus criterios principales “lo guay”. En una era donde el acceso a la información –y a la buena información– puede ser llevada a cabo a golpe de clic, abunda, sin embargo, una preferencia por lo rápido y vistoso. Todo esto –o al menos así quiero creerlo– sin evaluar el impacto que puede llegar a tener el no entregar o reducir al mínimo posible una serie de conocimientos necesarios por el simple hecho de resultar tediosos, para que este lugar sea ocupado por experiencias más estimulantes que en ocasiones, apenas y tienen un sentido educativo o, en el peor de los casos, carecen del mismo. Y es que, sí… La buena información está disponible, pero hallarla y seleccionarla requiere no solo tiempo, sino también cierta familiaridad con la cultura científica, además de quizá, un puente que por lo pronto parece seguir en construcción entre la comunidad de investigadores y la escuela. No busquemos culpables, pero, al menos, identifiquemos nuestros posibles puntos débiles.

Aunque pudiera parecer atrevimiento, hablando únicamente desde la experiencia personal, no tendría muchos reparos en decir que, si hubiera de realizar un índice de frecuencias tras conversaciones formales o informales en cuanto a educación, la palabra “guay” ocuparía uno de los primeros lugares –siempre que limpiemos ese índice de artículos y preposiciones–. Y no, no estoy abogando por aquellos tiempos de los que hablaba Émile Durkheim en La educación moral, donde los propios estudiantes iban a recoger las ramillas con las que posteriormente serían azotadas sus espaldas, o aquella escuela más cercana en el tiempo a muchos, donde un profesor-cura –o cura-profesor– tenía total libertad para maltratar a un estudiante. Lo lúdico, motivante, emocionante –entre otros– puede y debe tener su espacio en la escuela, al final ¿no es todo esto parte de la experiencia humana? ¿Por qué excluirlo entonces? Sin embargo, cuando en ocasiones la labor del profesor es la de hacer parecerse la escuela más a un campamento de verano que a un lugar destinado a la formación intelectual y cívica tenemos un problema. ¿Ha aumentado la complejidad de las aulas en los últimos años? Sí. ¿Han de buscarse maneras de fomentar el gusto por el conocimiento? También. ¿Es esto sencillo? Por supuesto que no, pero reducir la labor del docente a la de un agente cuya mayor aspiración es la de ser un engranaje de una institución meramente asistencialista no solo es injusto, es peligroso.

Lo lúdico, motivante, emocionante –entre otros– puede y debe tener su espacio en la escuela, al final ¿no es todo esto parte de la experiencia humana? ¿Por qué excluirlo entonces? Sin embargo, cuando en ocasiones la labor del profesor es la de hacer parecerse la escuela más a un campamento de verano que a un lugar destinado a la formación intelectual y cívica tenemos un problema

Mucho me temo que esto no es más que un síntoma de un problema estructural mucho mayor, que hunde sus raíces en una sociedad que, aunque cree tener un espíritu comunitario fuerte es mucho más individualista y hedonista de lo que cree. ¿Consecuencia de abandonar la reflexión humanística para servir a intereses productivos? Quizá… No obstante, no corresponde reflexionar en torno a estas cuestiones aquí. Pero piénsese un poco en esto, de un tiempo a esta parte no es extraño que el tema del bienestar forme parte central de la agenda de los centros educativos, concentrando gran cantidad de esfuerzos y recursos en esto mismo y descuidando deliberadamente otro tipo de funciones escolares básicas. Nuevamente, no estoy abogando por abandonar a estudiantes que verdaderamente pueden estar lidiando con situaciones muy desafortunadas, aunque creo que es justo decir que en estas circunstancias las instituciones administrativas deberían dotar de recursos humanos con un perfil más apropiado que el de un profesional de la educación. Más bien, hago referencia a todas aquellas decisiones que se toman para evitar el malestar de estudiantes que no quieren intentar superar las dificultades que se pueden encontrar en sus periplos formativos, trayendo como consecuencia una bajada de listón generalizada en términos de contenidos. Me tomo aquí la licencia de traer a colación una idea recurrente de Alberto Royo, ¿no sería mejor ayudar a los estudiantes a superar las dificultades en vez de eliminarlas sin siquiera intentarlo? ¿No nos vamos a responsabilizar en algún momento de rendirnos en la tarea de entregar el conocimiento a nuestros estudiantes por no perturbar su tranquilidad? ¿No es esto acaso mezquino viniendo de personas que hemos vivido más y que hemos tenido que vivir en carnes que la vida no es siempre sencilla?

Ciertamente, como ya he señalado, no son tiempos fáciles. No se puede llegar a todo ni a todos, pero al menos, se puede intentar comprometerse día a día a llegar lo más lejos posible, incluso sabiendo que como ya dijo Freire en El maestro sin recetas, la educación tiene límites, pero sin perder de vista que aún pese a ello, la educación también es una herramienta de transformación social enorme, y si no, consúltense los datos ofrecidos por Steven Pinker en En defensa de la Ilustración y, al mismo tiempo, inténtese establecer una correlación entre los niveles de progreso y el aumento de acceso a la educación. Creo, sin temor a equivocarme, que todo ello no vino exactamente de la mano de la escuela que tiene por objeto último ser guay y mostrar a todo el mundo lo espectacular que puede ser, sino, muy probablemente, de aquella escuela que no sintió complejos al hablar de esfuerzo, paciencia y dedicación. Si bien es cierto, aunque en los últimos años hemos sido bombardeados por estas corrientes –especialmente desde las universidades y los medios de comunicación–, ideas que además parecen a priori bastante razonables, estamos en el deber de “leer la letra pequeña” y actuar con prudencia. Esto último es un acto de amor hacia la infancia, nuestra infancia, y una forma de entregarles la mayor cantidad de elementos posibles para que puedan enfrentarse a la vida.

Muchos miembros de la sociedad queremos una revolución, una revolución hacia un mundo más justo, más noble. Pues bien, quisiera cerrar esta reflexión recordando el inicio de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, donde se nos pone en frente de tres adolescentes-jóvenes: Sofía, Carlos y Esteban, a quienes se nos describe absortos en una casa llena de libros, mapas, instrumentos náuticos, entre otras cosas. Es muy evocador que Carpentier haya elegido como antesala a los hechos de la revolución que vendría páginas más adelante a tres jóvenes, deseosos de conocimiento, situados ante los elementos depositarios del saber y de la cultura y que, muy posiblemente, eran también los depositarios e impulsores de las ideas de la revolución y el cambio. Tres jóvenes que, sin saberlo, estaban viviendo su propia experiencia “a hombros de gigantes”. El cambio que tanto anhelamos necesariamente paga el peaje de la reflexión y los codos, y aunque a veces pareciera que podemos estar segando en el océano, hemos de recordar que si no somos nosotros quienes nos entregamos a esta noble labor posiblemente no lo hará nadie más. El cambio es posible. Recuperar una escuela que pone en valor el conocimiento también. Ahora hay que contagiarlo, o, si se quiere, a manera de Unamuno, ahora hay que salir a agitar los espíritus.

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