El cine se apaga en las aulas: de recurso educativo a simple entretenimiento
Durante décadas, proyectar una película en la escuela no era solo “poner una peli” para que los alumnos descansaran. El cine era una herramienta educativa poderosa. Servía para introducir debates, para explorar temas sociales, para emocionar y, sobre todo, para enseñar a mirar el mundo con otros ojos.
En los años 90 y principios de los 2000, no era extraño que los niños de Primaria se enfrentaran a títulos como Los chicos del coro (2004), Billy Elliot (2000), Matilda (1996) o incluso clásicos de animación con lecturas profundas como El rey león (1994). Películas que no solo entretenían, sino que despertaban la reflexión: la importancia del arte en la vida, la lucha contra la discriminación, la valentía de ser uno mismo, la pérdida y la resiliencia.
Hoy, sin embargo, ese panorama ha cambiado. El cine ha ido perdiendo terreno en el aula. Cada vez son menos los maestros que recurren a él como recurso pedagógico. Lo que antes era una actividad con carga cultural y crítica, hoy se reduce a una proyección puntual, casi siempre ligada a fechas festivas, y con un objetivo más de entretenimiento que de aprendizaje.
Aunque no existen estadísticas oficiales exhaustivas, diversos estudios apuntan a un descenso en el uso del cine como recurso didáctico en España. Según la Fundación AISGE (2022), solo un 18% de los docentes de Primaria declara utilizar el cine de forma habitual dentro de sus programaciones. Otro informe de la Universidad Complutense (2020) indicaba que el 70% de los profesores que proyectaban películas en clase lo hacían principalmente para “rellenar tiempos” o como “actividad lúdica complementaria”, sin un enfoque pedagógico claro.
Este retroceso resulta paradójico, porque nunca se habían tenido tantas facilidades técnicas para acceder al cine: proyectores digitales, pizarras interactivas, plataformas de streaming. La infraestructura está ahí, pero el uso ha cambiado de forma radical.
Una de las razones más citadas por los docentes es la falta de películas actuales que inviten a la reflexión en un contexto infantil. La cartelera contemporánea está dominada por grandes franquicias y producciones de animación cuyo objetivo es el entretenimiento inmediato.
Títulos como Frozen, Minions, Cars o Trolls son los más presentes en las aulas. Películas simpáticas, con canciones pegadizas y mensajes positivos, pero que raramente abren la puerta a un debate profundo en clase.
El problema no es que estos filmes sean “malos” –de hecho, tienen valores educativos como la amistad, la importancia de la familia o la superación– sino que el abanico se ha reducido demasiado. El niño se alimenta casi exclusivamente de cine de animación comercial, quedando al margen historias con mayor densidad temática.
¿Dónde han quedado películas que, sin ser explícitamente infantiles, eran accesibles y planteaban dilemas universales? Obras como Cinema Paradiso (1988), Cadena de favores (2000), El club de los poetas muertos (1989) o incluso documentales sociales que antes se proyectaban de forma adaptada.
Hoy, en la mayoría de las aulas, estos títulos ni siquiera se mencionan.
El cine no se usa en clase porque los docentes no lo conocen como herramienta. La formación inicial del profesorado de primaria apenas incluye módulos de educación audiovisual. Esto provoca que los maestros recién incorporados al sistema tengan escasos referentes cinematográficos más allá de lo que ven en las plataformas comerciales.
Si un docente de 25 o 30 años no ha crecido viendo clásicos ni se le ha enseñado a utilizarlos didácticamente, difícilmente los llevará al aula. Y si encima los catálogos de Netflix o Disney+ destacan solo las producciones de animación más recientes, lo fácil es caer en lo mismo: poner la película que todos los niños ya han visto en casa.
De este modo, el cine deja de ser una oportunidad para descubrir nuevos mundos y se convierte en un duplicado de lo que el alumno ya consume en su tiempo libre.
Las consecuencias son claras. Los alumnos de Primaria apenas tienen contacto con películas que no sean de infantiles. A sus 10 u 11 años, muchos no han visto nunca un clásico del cine español o europeo, ni conocen historias más allá del modelo de aventura fantástica con final feliz.
Esto limita su mirada cultural. El cine es un lenguaje artístico, una ventana a la historia, a la diversidad cultural, a los conflictos sociales. Privar a los niños de esa riqueza equivale a privarlos de una parte de la educación estética y crítica que debería dar la escuela.
Un niño de 12 años puede perfectamente emocionarse con La vida es bella, reír con Tiempos modernos, pensar con El niño con el pijama de rayas o descubrir la magia del cine con Cinema Paradiso. El problema no es su edad, sino la falta de acompañamiento pedagógico y la resistencia del profesorado a salir del molde de la animación.
El cine no solo cuenta historias: enseña a sentir, a pensar, a cuestionar. A través de una película, un niño puede acercarse a la lucha por la igualdad, a los conflictos familiares, a la pobreza o al racismo.
En un aula de Primaria, ver una película y luego debatirla puede ser una experiencia transformadora. ¿Qué harías tú en lugar del protagonista? ¿Por qué actuó de esa manera? ¿Qué harías si vieras una injusticia? Estas preguntas no se formulan con la misma intensidad cuando la película se reduce a una comedia ligera de dibujos.
El cine, cuando se usa bien, es un generador de empatía. Y la empatía es uno de los valores más urgentes en la educación del siglo XXI.
No se puede culpar solo a los docentes. La industria cultural también ha cambiado. Las películas para niños y adolescentes de las últimas dos décadas están fuertemente condicionadas por la lógica comercial de Hollywood y por la búsqueda del “taquillazo global”.
Esto ha provocado una homogeneización de contenidos: aventuras espectaculares, humor simple, consumo rápido. Las películas independientes, europeas o de autor apenas llegan a la cartelera, y mucho menos a las plataformas con secciones accesibles para niños.
El resultado es que incluso los docentes interesados en mostrar otro tipo de cine encuentran dificultades para acceder a catálogos adecuados y a versiones adaptadas para la infancia.
La solución pasa por varias vías: desde una formación del profesorado: incluir módulos de cine y educación audiovisual en los grados de Magisterio y en la formación continua; una modificación de las guías pedagógicas: crear materiales oficiales que acompañen a ciertas películas, con propuestas de actividades y debates adaptados a la edad; una recuperación títulos que forman parte de nuestro patrimonio cultural; hasta la promoción de cine mediante festivales escolares o acuerdo con plataformas para centros educativos.
