Luis E. Íñigo: "Sin estudiar Historia y Filosofía es imposible despertar en los jóvenes el pensamiento crítico"

Comentando su reciente libro 'La secta republicana', Luis E. Íñigo asegura que las leyes educativas afirman promover el pensamiento crítico, "pero, a la vez, los currículos que implementan lo convierten en imposible".
Santiago MataViernes, 14 de noviembre de 2025
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Luis E. Íñigo, autor de 'La secta republicana'. (foto: Santiago Mata)

Luis E. Íñigo (Guadalajara, 1966), a quien conocemos por su labor como secretario del Colegio Oficial de Docentes de la Comunidad de Madrid, nos habla ahora de rigor intelectual, libertad de cátedra y sobre todo de educar el sentido crítico en relación a la Historia, ahora que acaba de presentar su último libro, La secta republicana (Esfera de los Libros, 360 páginas), sobre la intransigencia ideológica de la izquierda y el naufragio de la primera democracia española. Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), Íñigo ha sido subdirector general de Inspección Educativa de la Comunidad de Madrid (2012-2015), y ha impartido clases en las Universidades Nebrija y Camilo José Cela. Especialista en la Segunda República española, sus investigaciones se han centrado en los partidos republicanos moderados. Es autor de más de una veintena de libros, que incluyen trabajos de investigación como La derecha liberal en la Segunda República Española o Melquíades Álvarez. Un liberal en la Segunda República y también biografías, como Francisco Franco. La obsesión por durar. Ha publicado Breve historia de la ciencia ficción y sus últimos libros enfocan la historia desde puntos de vista inusuales, como en Historia de los perdedores (2022); Las arterias del mundo. Una historia de la humanidad a través de los ríos (2024), o vuelven sobre la esencia de nuestra historia, como en La España de la posverdad (que se publicará próximamente).

En La secta republicana vuelve sobre un tema que ya había tratado en Una República para los españoles: el fracaso del centro como espacio de consenso. ¿Por qué considera tan importante recuperar esa tradición moderada hoy?

–Precisamente porque, salvando las distancias, volvemos a encontramos hoy, como en la primavera de 1936, en un contexto político y social de fuerte polarización. Poco a poco, en los últimos años se han ido conformando dos bloques ideológicos cuyos militantes se consideran entre sí enemigos más que rivales e incluso parecen propugnar concepciones distintas del ser humano y de la sociedad. Y lo más grave es que los consensos básicos sobre las reglas de juego que la democracia necesita para funcionar de forma adecuada empiezan a cuartearse y las líneas rojas no escritas del debate político que los partidos no traspasaban han empezado a diluirse también. Creo que todo ello hace de nuevo muy necesario el consenso y que las políticas de centro son un buen bálsamo para curar el mal que se ha apoderado de nuestra sociedad.

Luis E. Íñigo (foto Santiago Mata).
Luis E. Íñigo (foto Santiago Mata).
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La polarización es el mal que se ha apoderado de nuestra sociedad y para curarlo es muy necesario el consenso

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Usted sostiene que muchos republicanos no querían una República para todos, sino un proyecto revolucionario. ¿Cree que ese error —confundir legitimidad con exclusión— se repite hoy en la vida política y cultural española?

–La izquierda republicana (y más aún los socialistas, por supuesto, pero el libro no se centra en ellos) no pretendía construir una democracia entendida como un sistema en el que pudieran alternarse en el poder partidos con ideas y programas distintos, con legitimidad cada uno de ellos para modificar o derogar las leyes aprobadas por los otros. Su objetivo era implantar un régimen que solo podría ser gobernado por los republicanos, es decir, por quienes hubiesen aceptado previamente que la República debía conservar sin alteración alguna una sustancia profundamente reformista, incluso si ello suponía vulnerar los derechos individuales de una gran parte de la población, como, a título de ejemplo, los católicos.

Algo de eso vuelve a observarse en nuestros días. La izquierda ha vuelto a arrogarse el derecho a imponer su código de valores y a expedir patentes de legitimidad para gobernar, siempre según su interés, claro está. Sin embargo, hay una diferencia: los republicanos de 1931 poseían una ideología y un programa político claro; la izquierda actual, sin embargo, no posee otro programa que el de aferrase al poder, sea cual sea el precio que tenga que pagar en términos de ideas y de programa.

Como inspector y docente, ¿cómo ve el impacto de la Ley de Memoria Democrática en el aula? ¿Ayuda a comprender la Historia o la reduce a un relato político?

–Por suerte o por desgracia, el impacto de las leyes en las aulas depende siempre del profesor. Si el docente no cree en aquello que le obligan a decir, no lo va a decir, o, al menos, no lo va a decir ni a trabajar del modo en que el currículo dicta. Comprender la historia es algo complejo, pero si hay algo claro es que solo puede hacerse desde la exposición y el debate de ideas diferentes, nunca desde la imposición de un único punto de vista, por más

que se disfrace de democrático. La historia democrática es la historia narrada desde una pluralidad de perspectivas, y ello supone, en el caso que nos ocupa, reconocer a un tiempo la ilegitimidad absoluta de la sublevación militar de julio del 36 y el grave déficit democrático de las izquierdas españolas de aquellos años y su intención de excluir del juego político a una gran parte de los españoles.

¿Hasta qué punto los profesores se sienten libres para enseñar la Historia reciente de España sin autocensura o temor a ser señalados?

–A eso solo puedo responder con intuiciones. Creo que depende mucho del centro en el que trabajen. Pero sí es cierto que en la enseñanza pública hay temas en los que desviarse del supuesto consenso social al respecto —que en realidad es imposición de valores de una minoría que se arroga el derecho a dictar fatuas y anatemas como verdaderos inquisidores de la moral— puede suponer problemas serios para el docente, pues las familias que sí comulgan con esas ideas no dudan en denunciarlo a la Inspección. Creo que corren malos tiempos para la libertad, también para la de expresión, y eso es gravísimo, porque la libertad de expresión es un pilar fundamental de la democracia.

En su experiencia, ¿la libertad de cátedra es hoy una realidad o una aspiración frágil que depende del contexto?

–Es un derecho antes que nada. Pero sí, como he dicho antes, depende mucho del centro en el que se ejerce. Y eso es muy triste, porque en una democracia el único límite a la libertad de expresión es la injuria. Las ideas no deben ni pueden ofender; si lo hacen, estamos perdidos.

¿Cómo puede un profesor enseñar la Segunda República, la Guerra Civil o el franquismo con rigor sin que se le acuse de “revisionismo”?

–Bueno, creo que todavía hay margen. Siempre que no se sustituya una verdad oficial por otra, claro está. Enseñar esa época implica analizar las posturas y las acciones de todos, y si así se hace, enseguida se observará que ni la República estaba gobernada por demócratas convencidos ni los militares sublevados tenían en mente solamente rectificar su rumbo para restaurar después la plenitud de las garantías constitucionales. Hay, además, dos revisionismos bien distintos: el legítimo de los historiadores que construyen sobre las fuentes una interpretación distinta y mucho más matizada que la tradicional de la República y la Guerra Civil, y la de los propagandistas que buscan antes vender libros que aportar ideas al debate historiográfico.

Íñigo: El revisionismo legítimo matiza basándose en las fuentes (foto Santiago Mata).
Íñigo: El revisionismo legítimo matiza basándose en las fuentes (foto Santiago Mata).
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Hay un revisionismo de propaganda y otro que es legítimo, el de los historiadores que construyen sobre las fuentes una interpretación distinta y matizada sobre la República y la Guerra Civil

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En sus intervenciones defiende que “el historiador no opina, argumenta”. ¿Cómo se puede transmitir eso al alumnado, acostumbrado a leer la historia como una lucha de buenos y malos?

–Hay que dejar de tratar a los alumnos como niños incapaces de comprender los matices. La historia es una proceso multicausal de gran complejidad y, por ende, muy difícil de simplificar para enseñarlo. Pero al hacerlo no podemos caer en la tentación fácil de convertirlo en una película del Oeste, y menos aún en la de proyectar al pasado nuestros valores, acusando a sus pobladores de no compartirlos, porque estaríamos incurriendo en una práctica antihistórica por definición. De todos modos, nadie dijo que esto de ser profesor de historia fuera fácil.

¿Qué lugar debería ocupar la enseñanza de la Historia en la educación cívica y moral de los jóvenes?

–La Historia y la Filosofía son herramientas esenciales en la formación de ciudadanos. Sin ellas, no es posible despertar en los jóvenes el pensamiento crítico. Pero claro, una ciudadanía crítica, no criticona, que es una cosa muy distinta y bastante inocua para el poder, resultaría muy incómoda para nuestros gobernantes, que tendrían que empezar a pensarse mucho lo que dicen y hacen. Por eso no se fomenta. Las leyes educativas lo proclaman pero, a la vez, los currículos que implementan lo convierten en imposible. Pura posverdad.

¿Cree que la escuela española fomenta hoy el espíritu crítico o más bien la adhesión a una memoria oficial?

–Creo que, en la práctica, ninguna de las dos cosas. Su ineficacia se lo impide. En este sentido, dadas las intenciones de nuestros políticos, podemos felicitarnos por ello. Piénsese, por ejemplo, en cómo pensaría la juventud catalana después de cuatro décadas de lavado de cerebro nacionalista en las aulas si la enseñanza catalana hubiese sido eficaz.

Si tuviera que definir la misión del historiador en una frase, ¿cuál sería?

–Dar a conocer el pasado para proporcionar a los ciudadanos herramientas con las que comprender mejor el presente y llegar a ser verdaderamente libres.

¿Qué espera que provoque en el lector su libro "La secta republicana": reflexión, debate, incomodidad… o reconciliación con la verdad histórica?

–Un poco de todo. A mí la expresión verdad histórica no me gusta porque la verdad histórica no es algo dado ni unívoco, sino un conocimiento en construcción, en continua elaboración por parte de los historiadores a partir de las fuentes y de sus propios debates y reflexiones. Mi intención es aportar algo a ese debate y difundir entre los lectores una versión de la II República que considero más cercana a la realidad histórica, sin ser por ello perfecta ni acabada. Pero creo que era necesario, imprescindible incluso.

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