De madres helicópteros a padres bandiblup
Los padres hiperprotectores viven en continua tensión: están obsesionados con la salud y la felicidad de sus hijos, tienen organizada de manera milimétrica sus vidas, se agobian ante el más mínimo fracaso o desliz… Sin embargo, el resultado de una protección tan enfermiza suelen ser hijos que ejercen como auténticos tiranos.
Algunos lo han definido como el síndrome de los padres helicópteros: padres y madres en tensión que se tiran en picado cuando descubren el menor síntoma de debilidad o problemas en sus hijos.
Son esos padres y madres que, obsesionados con la salud y la felicidad de sus retoños, tienen absolutamente organizada sus vidas; se entrometen –quizás demasiado– en la vida interna de los colegios; están continuamente quejándose por la más mínima deficiencia; que piden explicaciones por todo (sin quedarse nunca satisfechos); que se agobian ante el más mínimo fracaso o desliz de sus hijos (aunque, según ellos, nunca tienen la culpa de nada); que se sienten deprimidos y agobiados cuando las increíbles expectativas que han depositado en sus pequeños se desvían un milímetro de lo establecido; que psicologizan hasta la extenuación el comportamiento de sus hijos, convirtiendo el más mínimo problema en una agónica crisis; que tiene miedo de todo, hasta de sus propios criterios.
Y aunque aparentemente parece que con esos métodos y esa sobreprotección están fabricando un hijo diez, perfecto, perfectísimo, no contaminado, lo normal será que las cosas se le vayan de las manos y se conviertan en lo que una reciente escritora ha calificado de padres blandiblup.
EN UNA BURBUJA
Van al colegio siempre en coche, con la inseparable compañía de mamá o papá, por lo que pueda pasar. En la mochila, todo bien preparado, sin que falte de nada. Algún refresco que proporcione más vitaminas. El móvil, por si acaso.
En clase se muestran autosuficientes y únicos, rodeados de una burbuja en la que resulta casi imposible de penetrar. Mucho cuidado con lo que haces, con quién te sientas, quiénes son tus amistades. ¿Qué te ha dicho el profesor? ¿Por qué te han puesto en ese grupo? Dile al tutor que quiero hablar con él (la enésima vez en ese mes). Dile al director que también quiero hablar con él (la tercera vez en ese curso). No comas de lo que te ofrezcan. Lávate las manos.
A las cinco en punto te espero en el coche, que tenemos que ir: los lunes, a danza; los martes, al gimnasio; los miércoles: a las clases de tenis; los jueves: a refuerzo de matemáticas; los viernes, inglés con el nativo. Te recojo a las ocho. Llevas la merienda que te gusta en la mochila. Ponte bien la bufanda. Tómate esta pastilla. Dúchate. Haz los deberes. Sí, puedes ver la televisión en tu cuarto. No, el sábado no puedes quedar con Ana, ni con Andrés; que vengan aquí, a tu sala de juegos. Tómate el jarabe. Vete a la cama. Voy a ponerte el termómetro por si acaso, que te he visto oído antes toser.
Agotador, agotador, sencillamente agotador. La obsesión por la educación de los hijos acaba degenerando en una enfermiza superprotección que entorpece el desarrollo natural de su personalidad. Es cierto que hay que preocuparse por la educación –no faltaba menos– por las amistades, por las diversiones, por lo que hacen tus hijos en un mundo que a veces parece una jaula y un infierno, pero… se puede hacer sin necesidad de caer en actitudes maniáticas y ridículas, que provocan precisamente lo contrario de lo que persiguen.
Lo dicen los psicólogos: muchos de los adolescentes que tienen conductas violentas con sus padres y en el colegio, han sido mimados de pequeños hasta la extenuación. Lógicamente, cuando son más mayores no entienden que no puedan seguir haciendo lo que les dé la real gana, sin asumir responsabilidades.
Lo deja caer el psicólogo Ángel Peralbo en su reciente libro El adolescente indomable (La Esfera), donde se analizan las causas y los remedios de muchos de los comportamientos de esa adolescencia conflictiva en la que se han asentado muchos chavales y que no proceden precisamente de familias rotas, desestructuradas, con problemas. La hiperprotección provoca estas cosas. Y muchas más.
PADRES BLANDIBLUP
Lo mismo concluye María Ángeles López Romero, periodista especializada en temas educativos, en su libro de sugerente título Papás blandiblup (San Pablo), donde resalta los peligros del exceso de protección de los padres, una manifestación, opina ella, de las muchas dudas que tienen los padres y madres a la hora de educar a sus hijos.
Su libro parte de la realidad, de anécdotas tomadas de la vida misma, y su mensaje es abiertamente optimista: conviene no dramatizar y a ser posible educar a tus hijos sin salirse de la senda del sentido común. Es cierto que ni para esto ni para tantas otras cosas existen recetas que puedan aplicarse de manera general a todo el mundo. Cada padre y madre debe tomar la iniciativa, conocer bien a sus hijos y hacer todo lo posible, con mano izquierda, y sin miedo a los riesgos, para que consigan ser, como quieren todos los padres, responsables, independientes y felices.
Pero, como decía, hay que asumir riesgos. No todos los niños van a ser Rafa Nadal, ni campeonas del mundo en natación sincronizada, ni futbolistas de élite, ni ingenieros de telecomunicaciones, por mucho que se empeñen los padres, por muchas clases particulares que reciban y aunque vayan a los mejores colegios del mundo.
No es misión de los padres programar hasta el mínimo detalle la vida de sus hijos, sus notas, sus éxitos, sus amistades, sus diversiones. Recuerdo hace años a un profesor que me contaba la depresión que se pillaron los padres de una niña de primero de Primaria porque su hija no había sacado sobresaliente en todas las asignaturas.
¿La llevamos a un psicólogo? ¿Le damos clases de refuerzo en el verano? “Es que, concluían lacrimógenamente, con esta nota media va a ser imposible que haga la carrera X”. Pobre niña, me dijo el profesor. La que le espera.
FABRICAR PEQUEÑOS TIRANOS
Y es que hay padres que han convertido la educación de sus hijos en una profesión científica, donde todo tiene, según ellos, su racional explicación. Pero esa superprotección, muy evidente en los primerísimos años de la infancia, acaba fabricando niños déspotas. Está muy estudiado el síndrome del pequeño tirano o emperador. Niños (se empieza pronto, a los 7 y 8 años) que son auténticos dictadores, que manejan a sus padres a su antojo y que mandan férreamente sobre ellos. Esta realidad la conoce la publicidad, que dirige sus anuncios directamente al público infantil que es quien decide qué se come en casa, su ropa, sus juguetes, sus diversiones, las vacaciones…
Cuidado, pues, con las expectativas, que acaban provocando una tensión inútil y enfermiza entre los padres y los hijos. Y que conste que no estoy defendiendo el pasotismo educativo. No. La virtud siempre está en el punto medio: ni la laxitud (pasar de todo) ni la hiperprotección (agobiarse con todo). Y si no se ajustan las expectativas adaptándose a la realidad, se puede acabar haciendo un grave daño a los hijos, quizás porque hemos proyectado en ellos lo que los padres y madres no han podido conseguir, por las circunstancias que fueran, en sus vidas.
UN UNIVERSO
EGOCÉNTRICO Y NARCISISTA
En una reciente entrevista con motivo del 50 aniversario de la aprobación, el 20 de noviembre de 1959, en la Asamblea General de las Naciones Unidas de la Declaración de los Derechos del Niño, Javier Urra, doctor en Psicología, psicólogo forense de los Juzgados de Menores de Madrid y conocido escritor de temas educativos y sociales, advertía del peligro de la sobreprotección de los padres: “Muchos padres maleducan bajo el pretexto de no exigir, castigar o sancionar por el falso miedo de evitarles un trauma. Otros les sobreprotegen para descargar su conciencia, ya que pasan muy poco tiempo con sus hijos. Son niños que crecen sin sentimiento de culpabilidad, en su universo egocéntrico y narcisista. No se les ha enseñado a ponerse en el lugar del otro. No saben qué es la compasión. Su lema es “yo y después yo”. “El ser humano debe aprender a ser humilde. Nuestros hijos necesitan interiorizar lo que es compadecerse del otro, de su desgracia” (Aceprensa, 28-12-2009).
Aunque parezca mentira, estos padres que sobreprotegen tanto a los hijos son los que más dejan que sea la televisión la que les eduque, a la vez que “justifican a sus hijos lo injustificable”: para ellos, nunca tienen la culpa de nada, ni en casa ni en el colegio. Y es que, dicen, hay que hacer todo lo posible por evitarles cualquier tipo de trauma. Sin embargo, asistimos diariamente a una contradictoria conclusión: el preocupante incremento de visitas a los psicólogos de estos padres cuando ya no saben qué hacer con unos hijos a los que les han dado de todo sin exigirles absolutamente nada.