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Por qué el esfuerzo

19 de noviembre de 2019
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© FANDIJKI

«Sólo es digno de libertad quien sabe conquistarla cada día». (Goethe)

EL irrefrenable anhelo por la equidad del sistema de enseñanza fue, en un determinado instante, una apuesta legítima, sobre todo, teniendo en cuenta el panorama histórico del cual provenía la España de la transición. Sin embargo, tal legitimidad dejó de serlo cuando, tras la promulgación de la Logse, el proceso educativo modificó el ideal de la igualdad de los derechos y las oportunidades por un igualitarismo sin límite. Si el alumno no llegaba, el sistema habría de albergar los mecanismos pertinentes para suplirlo, provocando una inversión en la línea del esfuerzo: el docente sería el encargado de arbitrar las medidas pedagógicas para devolver la equidad al conjunto.

Lo que hizo aparecer esta política paternalista fue el desistimiento del alumnado en su progresión intelectual y moral. Al comprobar que no requería de ningún trabajo para superar las asignaturas, e incluso para pasar de curso, lo inmediato fue el relajamiento y la laxitud en los rendimientos y las conductas. Por otra parte, estaba la inesperada irrupción de una inquietante y exacerbada dependencia del colectivo social. Puesto que nadie debía poner al alumno frente a las exigencias que le hacen crecer como persona, como nadie ponía retos a la inteligencia de los jóvenes tutelados, éstos terminaron por comprender que su futuro estaba en manos de otra gran tutela, la del papá-Estado.

Generaciones que crecieron acunadas con la idea de que la única preocupación que tendrían, en el peor de los casos, era que la estructura estatal no garantizase su bienestar, de la cual sólo eran exquisitos beneficiarios, ajenos a la responsabilidad social que llevó a su consecución. Piénsese en los nini, en referencia a este perfil sociológico entre los adolescentes. La lección moral era pésima, pero cundió como estandarte de una época educativa: siempre será otro el que te haga prosperar.

"Si el alumno no llegaba, el sistema habría de albergar los mecanismos pertinentes para suplirlo, provocando una inversión en la línea del esfuerzo"

Todavía guardo en la retina la secuencia de un programa televisivo en el que los intervinientes hacían visibles sus posturas ideológicas por medio del diálogo animado. Después de hablarse sobre las políticas sociales del Gobierno de turno, uno de los periodistas, convencido de la idea, elogió el que una Administración autonómica proyectara la puesta en práctica de la cesión de viviendas a fondo perdido a familias compuestas por jóvenes parejas en paro, aún sin completar la formación básica, con o sin hijos a su cargo. Esto es, el otorgamiento absoluto de un derecho sin contrapartida alguna, sin obligaciones de ninguna índole. Enseguida fue alzándose un murmullo a sus espaldas que le hizo enmudecer.

El público asistente comprendía que aquello no era justo, y mucho menos moral, ya que, como padres, sabían de las necesidades que estaban pasando sus propios vástagos para satisfacer deudas y compromisos hipotecarios. Ante sus narices, una voz autorizada abrazaba la idea de la insólita y extrema dependencia administrativa de los jóvenes, sin la más mínima reflexión, como forma viable, tanto en lo político como en lo ético, para resolver los conflictos sociales derivados del escaso nivel educativo y la difícil situación económica.

Esta anécdota aún la cuento en el aula y, para mi sorpresa, el alumnado coincide con aquel airado público en defensa de un claro concepto de justicia social, la misma que el paternalismo pedagógico desprecia y malversa. Los chicos son los primeros en llegar a la convicción de que los derechos se ganan y conquistan; que, ni por un instante, les va a ser regalado nada en esta vida. Y aquí surge el esfuerzo como fundamento de la Educación.

Esta anécdota aún la cuento en el aula y, para mi sorpresa, el alumnado coincide con aquel airado público en defensa de un claro concepto de justicia social

No es un esfuerzo desintegrador, sino el que disciplina la moral y el intelecto. La formación básica es una época crucial de los jóvenes, pero no por ello hay que cejar en la demanda de exigencias, tanto intelectivas como actitudinales, puesto que el obsequio a obtener es, nada más y nada menos, que adultos libres y responsables. Por desgracia, este compromiso fue invalidado por los falsos pedagogos, por los ideólogos de una Educación ajena a la libertad y la justicia, presas fáciles del decadente igualitarismo. En estas fechas, resulta aún más paradójico que los planes de la Nueva Pedagogía prosigan en la dirección paternalista, cuando la dura realidad dice lo opuesto: ahora más que nunca se demuestra la Educación alcanzada, el empeño de las personas por buscarse un hueco en este mundo tanto como la responsabilidad de sus decisiones y principios.

Juan Francisco Martín del Castillo es doctor en Historia y profesor de Filosofía en el IES «La Isleta» de Las Palmas.

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