fbpx

Los cabestros de La Peseta

Hay una expresión digna de recordar: “Cuando la fuerza gana, el derecho pierde”. La clave de todo de lo que viene a continuación está en el fondo de esta frase.
Juan Francisco Martín del Castillo
Doctor en Historia y profesor de Filosofía
11 de diciembre de 2019
0

© ULTRAPOP

Hace apenas unos días, se supo que un par de menores, un ucraniano y un paraguayo, habían estado sometiendo a abusos y humillaciones, e incluso extorsión, a otros compañeros del instituto en el que estaban –o quizás habían estado– durante meses sin que las autoridades hicieran nada para impedirlo hasta que las sucesivas denuncias y el hartazgo de las víctimas y sus familiares provocaron la oportuna acción policial. El lugar en el que solían realizar las fechorías es el que da título a este artículo, el parque de La Peseta en la capital madrileña.

De lo que se sabe, se desprende que la falta de un freno a estas actividades delictivas cometidas por menores está en el origen del incremento de este tipo de abusos. Pero, ese freno, que debería ser legal, educativo y social, no solo brilla por su ausencia, sino que nadie por ahora se ha decidido a implantarlo. Las razones son varias, unas de índole ideológica y otras supuestamente rehabilitadoras. En cuanto a las primeras, el relativismo moral y pedagógico ahoga cualquier medida que recupere el sentido ético en el ámbito escolar. Y ni siquiera cuando es asesinado un profesor en el ejercicio de su función docente –recuérdese el caso de Abel Martínez Oliva, en el «Joan Fuster» de Barcelona, en la primavera de 2015–, se quebranta esta doctrina. Al morir aquel compañero a manos de un chico de 13 años, algunas voces enseguida alegaron que, más que pensar en la víctima, sobre la que ya no se podía hacer nada, había que priorizar y garantizar la salida del asesino confeso. Hoy, pasado el tiempo, nadie echa un vistazo atrás y se pregunta por la suerte corrida por el menor homicida. Y, justamente, eso es lo que se debería hacer o, por lo menos, uno lo intenta.

"Los alumnos problemáticos, conflictivos o disruptivos, según la moderna jerga, rara vez dejan de serlo para llegar a convertirse en adultos responsables"

En mi inocencia, me pregunto si este individuo, que ahora rondará la mayoría de edad, se ha rehabilitado, y si, de veras, ha servido para algo la muerte de un profesor. Siento decirlo de esta manera, pero lo dudo. Y baso mi desconfianza en mi práctica profesional. Los alumnos problemáticos, conflictivos o disruptivos, según la moderna jerga, rara vez dejan de serlo para llegar a convertirse en adultos responsables. Cuento un caso, paradigmático en todos los sentidos, en el que las sanciones quedaban en ridículo frente al número de oportunidades pedagógicas que se le brindaban al sujeto. Es un chico que felizmente ya no está en el centro educativo e ignoro dónde ha ido a parar, aunque dejó una amarga huella en la comunidad escolar. En tres años que disfrutó de matrícula, acumuló en torno a 90 expulsiones parciales!, con una media de 30 por ejercicio, hasta que, finalmente, se le “invitó” a dejar el instituto por edad. Él solo era capaz de llenar el grueso volumen de partes de incidencia preparado para un curso completo.

Llegados hasta aquí, tal vez no se ha reparado en el dato crucial de esta pequeña historia. Me refiero a que, tras cumplir la sanción impuesta, volvía a clase y, de nuevo, se le ofrecía la posibilidad material de rehabilitarse. Y así, y perdón por la reiteración, sumaron ¡91 oportunidades!, siendo el resultado el ya reflejado. En ningún momento emprendió el camino de la recuperación educativa o social. Evidentemente, el muchacho no era del todo responsable de la situación, puesto que los padres nunca estuvieron a la altura. Sin embargo, no es justo caer en lo fácil, ni por él ni por los progenitores, ni mucho menos por el fallecido Abel Martínez. El chico vivía al margen de cualquier sentido ético de la convivencia, excepto el que él mismo había proclamado, el de la pura fuerza. Sometía a los que estaban a su alrededor, compañeros de aula y profesores, a su poder y nadie parecía pararle los pies.

El chico vivía al margen de cualquier sentido ético de la convivencia, excepto el que él mismo había proclamado, el de la pura fuerza

Lo peor es que ni los distintos niveles de la jerarquía administrativa ni los servicios sociales hicieron nada por atajar la situación. Los profesores nos quejábamos en balde y los padres del resto de los chicos se hacían cruces, y poquito más. Dice un viejo refrán que “al que yerra, perdónale una vez, mas no después”. Al ínclito se le perdonaron más de 90 veces sin lograr nada a cambio. Por lo tanto, la responsabilidad ya no era tanto de él como del propio Estado, que, por inacción o por ceguera, provoca que la frase con la que se abría este texto se vuelva verdad en cada centro educativo, en cada parque de las grandes ciudades, como el de La Peseta.

La solución todos la conocemos, aunque pocos la verbalizan en voz alta ante el temor del rodillo buenista y el delirio pedagógico de última hora. Sin embargo, es la que dicta el sentido común: devolver el componente moral a las aulas y recuperar el valor del derecho frente a la fuerza. Ni más ni menos.

0