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Las palabras y las cosas

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Como los árboles que nos impiden ver el bosque, el exceso de palabras resta clarividencia y dificulta conocer la entraña de las cosas. Vivimos rodeados de discursos y tópicos que se repiten reiteradamente a modo de ocurrencias y eslóganes, frases hechas que simplifican y reducen la comunicación hasta llegar al emoji. De alguna forma seguimos en la caverna de Platón, rodeados de sombras luminosas  por donde nos llega una versión de la realidad asumida acríticamente en una especie de servidumbre voluntaria. Atreverse a pensar no sólo cansa sino que no siempre es divertido. Cuídate de husmear bajo los cimientos, decía Joubert. El existencialismo es por eso hoy una corriente de pensamiento periclitada y algo aborrecible. El problema es que no hay alternativa. Tarde o temprano el final de fiesta irrumpe y llegado el caso es conveniente que en la moqueta no haya demasiados cristales rotos.

De ahí que el hidalgo Alonso Quijano, en su aldea manchega y ya achacoso por edad, decidiera aparcar los mamotretos de autoayuda (libros de caballería de la época) dejando a un lado su huera retórica, y salir al mundo para vivir en diálogo fructífero con la realidad encarnada en su vecino Sancho Panza, tan alejado éste de toda palabrería.

También Castiglione en su Cortesano nos aconseja huir de ese afán o codicia de parecer mejor que todos –atavíos retóricos al fin– y recomienda “usar en toda ocasión un cierto desprecio o descuido, con el cual se encubra el arte y se muestre que todo lo que se hace y se dice, se viene hecho de suyo sin fatiga y casi sin haberlo pensado”.

Vivimos rodeados de discursos y tópicos que se repiten reiteradamente a modo de ocurrencias y eslóganes, frases hechas que simplifican y reducen la comunicación hasta llegar al 'emoji'

Cuenta Montaigne en la Formación de los hijos que los atenienses habían de elegir entre dos arquitectos para realizar una gran edificación. El primero, más astuto, se presentó con un bello discurso premeditado sobre la obra, y obtuvo el juicio favorable del pueblo. Pero el otro se limitó a tres palabras: “Señores atenienses, lo que éste dice, yo lo haré”.

La verdad –según el autor francés– resplandece simple y genuina, el resto es cháchara. “Tales gentilezas –escribe refiriéndose a la afectación– sirven para entretener al vulgo, incapaz de ingerir el alimento más sólido y más firme” (…). “Quiero que predominen las cosas –afirma en otro momento–, que llenen hasta tal punto la imaginación del oyente que éste no recuerde nada de las palabras”.

El discurso que sirve a la verdad debía quedar exento de vano artificio y ser sencillo. Toda elocuencia que nos desvía hacia sí misma es una forma del vacío, un engaño con fines espurios o inconscientes (nunca literarios) y, en todo caso, la autoficción necesaria para seguir viviendo sin romper el sano equilibrio entre la luz y las tinieblas. Feliz 2020.

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