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Casa de orates

Juan Francisco Martín del Castillo
Doctor en Historia y profesor de Filosofía
11 de febrero de 2020
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® FOSIN

La izquierda siempre tiene miedo a la libertad y, a la mínima, sale a relucir. El caso del pin parental en las actividades complementarias de la enseñanza es un ejemplo palmario. En lo ideológico, son igualmente legítimas la postura contraria como la facilitadora del control de las labores pedagógicas en el interior de las comunidades escolares, lo que ya no es tan legítimo es el argumento que se emplee en su defensa. Si uno es partidario del individuo, antes que de lo colectivo, resulta evidente que perseguirá cualquier medida que impida la intromisión del Estado en aquellas funciones que le son propias a las personas concretas.

Desde el otro lado, si uno se decanta por lo estatal, entenderá que las decisiones que se tomen para contrarrestar el poder de la colectividad no son las suyas y luchará para frenarlas en la medida de lo posible. Este es el intento del Gobierno de Sánchez, como ya digo, legítimo en su dimensión ideológica, como la opuesta si fuera el caso. Sin embargo, la clave está en la fuerza moral del discurso que sustenta el planteamiento de partida. Por ahora, y aunque me está mal el decirlo, la coalición de izquierdas no logra evadir el tufo a sectarismo y adoctrinamiento.

Escribía Gibran Khalil que los que no “nos comprenden buscan someter algo de lo que llevamos dentro” y así es, sobre todo, con los que se expresan con libertad y, por encima de cualquier otra cosa, anteponen la persona al discurso del miedo social. El pin parental, si dejamos a un lado la demagogia oficial y la narrativa del establishment progre, se ha convertido en una manifiesta necesidad, puesto que, más que apuntar a una censura o a un veto, como intentan hacer ver los servidores del Leviatán, resulta una medida eficaz en defensa del espacio de la conciencia.

Sostener que el pin parental invade la función docente, aparte de torticero, es manifiestamente contrario a las leyes educativas. Como profesor, sé que si quiero invitar a participar al alumnado en cualquier actividad, especialmente las susceptibles de controversia o potencial peligro, he de recabar el correspondiente permiso de los progenitores o, tal vez, de los tutores legales. Una muestra bastará: los compañeros de Educación Física, si desean cumplimentar una tarea formativa y evaluadora en el entorno de Las Canteras, han de exigir la devolución del formulario convenientemente firmado por los padres. Y les hablo de la playa porque la misma dista no más de quinientos metros en línea recta desde el centro. ¿Por qué, si jugar al tenis en la arena requiere de una autorización paterna, no se habría de hacer lo mismo con un taller sobre ideología de género?

Algunos razonarán que la primera está fuera de los límites de la comunidad educativa y hay un evidente riesgo en su desarrollo, pero, ¿y en la segunda actividad no hay un riesgo aún mayor de adoctrinamiento, incluso de intromisión en la conciencia individual? No se debe olvidar que, en el fondo de la cuestión, está la persona y su escala de valores. Pero, el pin parental, al que algunos identifican con la Santa Inquisición, si lo apreciamos en su justo valor jurídico, es una garantía más dentro del sistema garantista con el que se ha dotado este país.

En este sentido, soy de la opinión que el mismo cumple de largo con todos los requisitos que ampara el ordenamiento constitucional, pese a que los detractores de la medida la sentencien como ilegal y usurpadora de los derechos de los menores sin más fundamento que su propio sectarismo. Por supuesto, no se trata de saber quiénes son los dueños de los hijos, si los padres o el Estado, sino de proteger a la infancia de la intrusión ideológica. ¿O es que se piensa que los centros escolares son ajenos al influjo del adoctrinamiento? A los que piensan así, sólo les pido que echen un vistazo a lo que ocurre a diario en Cataluña desde hace más treinta años.

Sostener que el pin parental invade la función docente, aparte de torticero, es manifiestamente contrario a las leyes educativas

Por otra parte, muchos de los talleres, actividades y programas que supuestamente complementan el currículo están envueltos, digámoslo así, en la polémica, cuando no en la abierta controversia. Una de esas actividades, y escribo de memoria, proponía en la comunidad navarra llevar a los niños y niñas –y ahora sí que es legítimo desdoblar el lenguaje– a los baños para enseñarse mutuamente los genitales y hasta inclusive tocar el sexo del otro.

No es circunstancial que los menores tuvieran menos de 10 años, y algunos ni siquiera llegaran a los 6, como tampoco lo es que, a estas edades, el daño psicológico puede ser crítico, sobre todo, cuando no se miden las consecuencias de los actos de los adultos que supuestamente se erigen en responsables de la situación. ¿Y no les parece que, en semejante trance, se debería haber empleado el freno parental como alivio de la conciencia?

Otra de esas actividades, a las que personalmente he asistido, referidas a la ideología de género –por si acaso, recuerdo que es eso: una ideología más, una perspectiva moral y social y no la verdad revelada– llegaba a sentar dogma sobre la misma realidad: todos los hombres, por el hecho de serlo, son potenciales violadores, y todas las mujeres, por el hecho de serlo, son víctimas. Esta visión maniquea y simplista, al ser inoculada a los alumnos, y especialmente cuando todavía se está por madurar, puede crear recelos irreparables y modificar la conducta de una manera irreconciliable con el sentido común. No olviden lo que pronunció una profesora, canaria para más señas, en dirección a la necesaria castración de los varones y solo por el delito de tener algo entre las piernas al nacer. Y lo importante del asunto es que lo hizo en plena clase de Lengua Castellana.

Decía Platón que la misión del Estado es pedagógica y que sus gobernantes deberían ser maestros de la ciudadanía. Sin embargo, el griego diseñaba una sociedad cerrada en la que todos obedecían ciegamente al poder de los reyes-filósofos. Pues, déjenles que también les diga que este humilde filósofo, partidario de una sociedad abierta, piensa de muy distinta manera y que, antes que una casa de orates, prefiero una casa común en la que los hombres y las mujeres disfruten de una conciencia personal amparada en la libertad del individuo frente a la ingeniería social.

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