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Los cuerpos tienen la palabra

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Es aún pronto. Nos pasamos los días mirando por la ventana o la pantalla y nuestros ojos aún no comprenden. Reina el desconcierto. Necesitamos que el tiempo pase para explicar lo que nos sucede. Caminamos sobre viejas huellas. El relato y sus metáforas sin embargo tardan en llegar. Está el cine y literatura pero ya no sirven. Cada mañana, al despertar, el virus sigue ahí. Y nos ocurre como con el elefante blanco de la fábula, no es igual interpretar palpando la superficie de su cola que la de sus orejas o sus patas. Arrojan visiones diferentes. En este sentido, actuamos a tientas, inmersos en una especie de ceguera blanca (gracias, Saramago), una abrupta transparencia que paradójicamente nos impide ver la nueva realidad.

La pandemia, en efecto, nos ha instalado en un nuevo escenario, un teatro del absurdo y de ahí por ejemplo la facilidad con que las gracietas inundan la Red. El azar marca la agenda. Por eso Rayuela, la interesante novela de Cortázar, nos puede ayudar a entender. A su manera distópica sin serlo, es sobre todo una novela sobre el confinamiento, en este caso sólo psicológico, el derivado de la introversión personal extrema de su protagonista, Horacio Oliveira: “Y esas crisis que la mayoría de la gente considera como escandalosas, como absurdas, yo personalmente tengo la impresión de que sirven para mostrar el verdadero absurdo, el de un mundo ordenado y en calma”.

La pandemia, en efecto, nos ha instalado en un nuevo escenario, un teatro del absurdo y de ahí por ejemplo la facilidad con que las gracietas inundan la Red

Decía Adorno que “la cultura organizada corta a los hombres el acceso a la última posibilidad de la experiencia de sí mismos”. De ahí la atracción que siente Oliveira por La Maga. Ella representa la fuerza de la naturaleza. Es un ser puro, incontaminado, inocente. Su mirada sobre las cosas es directa, sin intermediarios, concreta y material, sensitiva. Él, en cambio, es un intelectual, un buscador constate de sentido, con la cabeza llena de conceptos y abstracciones, de teorías y palabras que determinan sus recorridos mentales, su forma de observar la vida. No puede haber entre ambos encuentro verdadero, todo está mediatizado.

Reinventar el lenguaje sería construir otra pared si no se empieza por intuir de otra manera la realidad, si no se desaprende ésta con el fin de que predomine el ser sobre el verbo. La semántica entonces cedería el protagonismo a la pragmática. La ideas, a la materia. Los gigantes, a los molinos.

La harina, el pan, las manos, la tierra, los cuerpos tienen la palabra.

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