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Y si hablamos del curso

Juan Francisco Martín del Castillo
Doctor en Historia y profesor de Filosofía
5 de mayo de 2020
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© VISUAL GENERATION

Wittgenstein es por tantas cosas genial que en cualquier rincón de su obra hay alguna indicación válida para la reflexión. Por ejemplo, en la única publicada en vida, nos dejó esta sentencia para el recuerdo: “El mundo es independiente de mi voluntad” (Tractatus, 6.373). Es importante leer a los filósofos, aunque me esté mal el decirlo, pero, en estos momentos, su lectura se torna hasta urgente. Ojalá las autoridades políticas lo hubieran hecho, porque, a lo mejor, no nos veríamos en la encrucijada en la que ahora se debate la enseñanza en España.

El Ministerio de Educación y las distintas consejerías del ramo repartidas por el territorio nacional no han leído a Wittgenstein y, si lo han hecho, porque todo es posible, no lo han entendido de ninguna de las maneras. Sin ir más lejos, la señora Celaá se mantiene en sus trece de que el curso aún pueda acabarse en las aulas, como si esta situación no fuera a alargarse más que unos días, los que sean, y, al cabo del lapso, todo volviera al principio. Sin embargo, el trance es tan comprometido, tan sumamente complicado en el orden administrativo, técnico e inclusive didáctico, que pensar que se puedan retomar las clases presenciales como si no hubiera pasado nada o creer que la evaluación del tercer trimestre vaya a ser como la del primero es ignorar la realidad. Son tantos los problemas a los que nos enfrentamos los profesores, pero lo mismo podría concluir del alumnado, que pretender recobrar la normalidad se me antoja ilusorio. No hace mucho tiempo, y por un motivo que no viene al caso, le expresaba a una compañera de profesión que el curso estaba herido de muerte. Las universidades se han adelantado y, en breve, le seguirá el resto de enseñanzas. Sólo es cuestión de tiempo.

Marea la serie de condicionantes e imponderables a los que estaría sometido el curso escolar si se opta, como así parece, por mantener el calendario oficial. Uno de ellos, el que ya han advertido asociaciones de padres y algunas autoridades académicas, es el de la brecha digital existente entre las familias, particular eco de la desigualdad social provocada por la insuficiente dotación tecnológica de muchos alumnos, que les impide seguir la enseñanza virtual. Otro es, precisamente, la intención de que el profesorado improvise, de la noche a la mañana, un modelo online para que la docencia y el proceso evaluador sigan siendo los mismos que antes, mientras que, de otra parte, se le instruye para que de facto sólo refuerce o repase lo impartido en la presencial. Un tercero, resumen de los anteriores, es la inseguridad jurídica en la que se envuelven estas medidas, bienintencionadas que duda cabe, pero que, más que llamar a la tranquilidad de los principales agentes educativos, los enerva y desestabiliza.

"Si un alumno no se ha esforzado en los dos primeros trimestres y recibe en el tercero una inesperada calificación positiva, compromete seriamente la evaluación de los rendimientos"

Pongámonos a pensar. Imaginemos que haya exámenes virtuales. ¿Cómo se harían? ¿Serían pruebas escritas o, por el contrario, únicamente orales? ¿Cómo se evitaría la extensión del fraude? Si un profesor cuenta con 60 alumnos de Inglés o de Matemáticas, ¿tendría que realizar 60 formularios distintos de una misma prueba? Llegado el caso, ¿qué pasaría con los chicos que no pueden acceder a un ordenador con conexión a la red? Y, por último, un par más de cuestiones: ¿permitirían los padres que se grabara a su hijo menor de edad para que haya constancia documental de la prueba? Y si uno se niega, por la razón que sea, quizás por invadir su espacio de intimidad o por aquello tan viejo de la inviolabilidad del domicilio, ¿qué se hace? Como se ve, la inseguridad del proceso es tan clara como el agua cristalina.

Por este motivo, y con toda humildad, lanzo una propuesta, que no es la italiana del aprobado general, si finalmente se da por concluido el presente período escolar. La solución transalpina, saludada por algunos como la más acertada, destruye el principio básico de la justicia y lo reemplaza por el de un malentendido igualitarismo a la baja. Si un alumno no se ha esforzado en los dos primeros trimestres y recibe en el tercero una inesperada calificación positiva, compromete seriamente la evaluación de los rendimientos. Según mi criterio, ésta debe obedecer a una justa valoración de lo realizado por los chicos, al menos, en el semestre presencial. Con ello se evitarían amaños, cambalaches y, sobre todo, reluciría la seguridad jurídica que ampara a todos los ciudadanos. Y, en lo pedagógico, quedarían en perfecto equilibrio la equidad y la excelencia.

En consecuencia, esta propuesta se concreta en estos tres puntos: i) la calificación final del alumno sería la media obtenida entre las notas parciales de los dos trimestres realmente cursados a la que se sumaría un coeficiente de corrección a determinar por los días de enseñanza en línea, ii) evitar el suspenso cuando no haya fundamento pedagógico para el mismo, y iii) de igual manera, evitar el aprobado cuando no esté sólidamente sustentado sobre un rendimiento objetivo.

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