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Elogio de las rutinas escolares

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Más allá de la periodicidad y los ciclos impuestos por la naturaleza –referentes aún significativos–, los rituales culturales han ido desapareciendo de nuestras vidas como guías y estructuras simbólicas de sentido. Inmersos en la sociedad del espectáculo y la multitarea, lo cierto es que nos cuesta mantener la atención continuada. En las escuelas, para evitar que los alumnos se distraigan, es habitual –a semejanza del clic en la pantalla– el cambio rutilante de actividad y lo que se preveía solución deviene en problema: cuantas menos rutinas establecidas y duraderas, menos margen y posibilidad de concentración, y viceversa.

Es complicado fijar así la atención por mucho que nos devanemos los sesos buscando nuevas metodologías que faciliten la estancia de los alumnos en las aulas. En este sentido, la escuela habría de ser en buena medida  antimoderna y contracultural. Javier Gomá, en entrevista reciente, afirmaba que “una democracia contemporánea es aquella que está compuesta por ciudadanos que son capaces de soportar el descontento y el aburrimiento como parte de la condición humana.” (huffingtonpost.es). Sustituyamos democracia y ciudadanos por escuela y alumnos y la frase se torna incluso más esclarecedora aún.

Porque la innovación como valor en sí mismo y la búsqueda prioritaria del interés y la vivencia imposibilitan asentar ritmos y rutinas que permitan el estudio. Kierkegaard decía que “solamente se cansa uno de lo nuevo”. Yendo cual mariposas picoteando de actividad en actividad, con profesores y monitores diferentes cada hora en cada clase y con currículos cargados de asignaturas y contenidos variopintos –todo muy dinámico y flexible–, dificultamos retener y fijar en la memoria cualquier aprendizaje.

La innovación como valor en sí mismo y la búsqueda prioritaria del interés y la vivencia imposibilitan asentar ritmos y rutinas que permitan el estudio

“El que haya demasiados contenidos, por cierto, no va en contra de la práctica y las metodologías, como se pretende desde la pedagogía. Va en contra de los contenidos mismos. No hay manera de enseñar nada bien cuando hay que enseñar tantas y tantas cosas” (Fernández Liria, cuartopoder.es). En francés aprender de memoria se dice apprender par coeur. Sólo las repeticiones llegan al corazón y lo re-cuerdan.

Sin embargo, quien conoce los centros educativos sabe que nunca un día se parece al anterior ni una semana es similar a ninguna otra, circunstancia anómala que se alza sin embargo en eslogan y bandera de una escuela moderna y auténtica, creativa.

Nos hemos centrado en el mensaje dejando de lado la importancia de los medios y las formas. Las emociones han ocupado el escenario y el narcisismo consecuente deriva en ruido y dispersión. Se solapa lo que debería pertenecer al ámbito privado, íntimo y familiar con lo que compete a la escuela como espacio público de encuentro y aprendizaje ciudadano.

Más que la intensidad o la profundización –causa y raíz de una necesaria demora en el tiempo–, se fomenta la extensión superficial. En lo meramente aditivo se diluyen los límites y no es posible articular un orden que dé sentido y estabilidad a unos contenidos convertidos en una especie de serial discontinuo e incesante. Se hace inverosímil lograr que alguien atienda o, mejor aún, que logre entender los que significa entender. Son contenidos precocinados para consumo rápido. Los mapas cognitivos fluctúan en las mentes infantiles. Quedan los andamios de una construcción conceptual interrumpida, líquida.

Más que la intensidad o la profundización –causa y raíz de una necesaria demora en el tiempo–, se fomenta la extensión superficial

Ocurre –como decimos– cuando se desatienden ciertos hábitos formales y los rituales y las costumbres sociales se desarraigan o desaparecen. Cualquier devaneo o límite, cualquier formalismo o esquema previo, es descartado por insustancial pérdida de tiempo. Hemos transitado de la narración –con sus pausas, su ritmo, las expectativas, la rememoración y la esperanza– al algoritmo inmediato, directo y maquinal.

Se exige, por ejemplo, premura a los alumnos cuando quizás no vendría mal aprender y enseñar a demorarse, retomar cualquier actividad ya iniciada, repasar lo ya hecho y repetirlo para experimentar que se puede hacer mejor o de manera distinta, descubrir otros ángulos, el cambio de perspectiva y mirada que toda relectura entraña y que nos hace tomar conciencia reflexiva de nuestro propio aprendizaje, una forma más atenta de leer y reconocer.

Es indudable que para aprender algo hay que buscarlo y quien lo busca es porque ya de algún modo lo conoce. Las reglas, las rutinas y los ritos, lejos de ser imposiciones, se convierten así en la posibilidad y base de nuestra libertad y pensamiento.

Está bien que a la escuela se le demande aportaciones de muchos campos y en muchos sentidos –es un orgullo y la mantiene viva–, pero también le convendría definir y delimitar sus metas y retos porque de lo contrario su aportación y bagaje quedarán devaluados. La pandemia podría ser una buena oportunidad.

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