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Los exámenes y el espantapájaros de la equidad

Juan Francisco Martín del Castillo
Doctor en Historia y profesor de Filosofía
13 de octubre de 2020
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"Lo que no es en absoluto justo ni oportuno es que, en aras a una igualdad mal entendida, se estandarice al alumnado", dice el autor. © UNCLEFREDDESIGN

El otro día entregué las notas de los exámenes de Filosofía a los alumnos de primero de Bachillerato. Aparentemente, algo dentro de lo normal, incluso de lo tradicional, pero las cosas no son siempre como uno espera, y cuando hay estudiantes de por medio, esta reflexión se convierte en una gran verdad. Al disponerme a enumerar las calificaciones, me encuentro con la negativa de la mayoría a que se supiera su resultado en la prueba. En vista de lo cual, ofrezco la alternativa de decir la nota obtenida cara a cara, en la intimidad de la relación entre el profesor y el pupilo. De este modo, ya no hubo problemas para seguir con el listado y proceder a la información del rendimiento individual.

A la mañana siguiente, y todavía sigo sin saber el porqué, me veo sorprendido con la lectura de uno de los artículos de Chesterton, el que lleva por título Simmons y el vínculo social, que, en cierta manera, explicaba lo vivido el día anterior. Más que el contenido, lo que destaca del escrito del británico es su fecha, febrero de 1909, un tiempo histórico diferente, en muchos aspectos insondable para el hombre de hoy, pero, en otros, curiosamente cercano a lo que sucede en la actualidad. El Simmons de Chesterton rehúye la singularidad, le asquea significarse y, si es en otros, tampoco la admite. Como dice el inglés, la distinción “equivalía a una deshonra”. En tal sentido, nadie debería excederse en las muestras de talento o, por mejor decir, abandonar la medianía general. Cualquier atisbo en su contra, recibía la peor de las reprimendas.

Parece que el alumnado de estas fechas, incluso los padres y hasta me atrevo a decir que una parte importante del profesorado, está por la labor iniciada por el atribulado Simmons. El “egoísmo social” del que destaca es el antivalor que nadie debe exhibir en la moderna escuela, la del igualitarismo extremo, tanto que sólo por pensar en aquél habría que pasar por el confesionario en busca de alivio espiritual. Únicamente así entiendo la circunstancia que aconteció en clase con la entrega de notas. Unos, por sobresalir por la parte alta de las calificaciones, y otros, por lo contrario, al estar por debajo de la media, lo cierto es que nadie quería ser señalado. Una situación ciertamente extraña, como si la distinción fuera algo en sí maligno, indeseable, casi infernal.

"Me cuesta pensar que un profesor prohíba o limite la expresión del talento, como también me cuesta entender que haya docentes que humillen a sus alumnos"

Hasta aquí se ha llegado con el igualitarismo en la escuela, una apuesta de una determinada ideología, que ha venido a minar el espíritu de mejora de los alumnos. Apartarse de la mediocridad ya no está de moda, más bien todo lo opuesto. Esta “desaforada adoración de lo normal” (de nuevo, Chesterton) ha hecho mella en la conducta de los menores, y los que no lo son tanto. Algunos alumnos, dispuestos a saber sus calificaciones sin sentir por ello el dedo acusador de sus compañeros, me invitaban a decir en voz alta su nombre y la nota correspondiente. Adiviné en su actitud, más que valentía, honestidad en el designio. Y me agradó el gesto y lo recompensé como era de justicia. En nuestros tiempos, allá por los años 80 del siglo pasado, por no remontarme más atrás, las calificaciones eran publicadas en los tablones de los departamentos o, inclusive, en el interior de las aulas. Hoy, eso es impensable, ni siquiera en la propia universidad.

Por supuesto, había disgustos con los resultados, decepciones o frustraciones, así como el contento o satisfacción de muchos, pero todos entendíamos que la misma lista con los nombres era un ejemplo de transparencia y de igualdad de trato. Ni fulanito, por su acreditada excelencia, ni menganito, por su escaso rendimiento, eran excluidos de la nómina. Con el delirio pedagógico y el hiperproteccionismo de padres e instituciones, se ha conseguido dinamitar el concepto de justicia académica que brillaba en aquellos listados de notas. En su contra, se ha impuesto el secretismo, el melindre hipócrita y, cómo no, el desprestigio de la excelencia. La sacrosanta equidad se ha interpretado de la peor de las maneras hasta relegar al silencio el talento y el mérito.

Un tercer día, cayó en mis manos un nuevo libro, de época parecida a la del autor de La taberna errante, cuyo encabezamiento me atrajo. El loco (1918) de Khalil Gibram contiene un breve cuento de título sugerente, El espantapájaros, en el que se halla la oportuna ironía que explica el desafuero de la moderna educación. El monigote, orgulloso de su trabajo, que consiste en apartar de sí lo que le rodea, proclama que el éxito de su tarea se debe al placer que siente al realizarla. Un placer que “sólo conocen quienes están repletos de paja como yo”. Y así, pasado un año, se convierte en un “eminente filósofo”, como los paladines de la pedagogía del hiperaula o estupideces semejantes que van camino de arruinar la enseñanza en España.

Esta estrategia, la de desproveer al individuo de la ambición por separarse del resto, de sumirlo en la más absoluta medianía, anima a que el propósito de una vida sea el de la pura mediocridad. Y ésta ha sido la íntima aspiración de buena parte de los supuestos expertos en educación y de muchos políticos que les bailan el agua. Pero, negar a la persona su legítima tendencia al progreso es el reflejo de una actitud decadente, en lo intelectual tanto como en lo moral, impropia de los tiempos que corren. Me cuesta pensar que un profesor prohíba o limite la expresión del talento, como también me cuesta entender que haya docentes que humillen a sus alumnos. Ambas conductas son igualmente reprobables y por la misma razón, que no es otra que el respeto por los derechos de los chicos, tanto a ser reconocidos y premiados por su excelencia como atendidos si no llegan. Lo que no es en absoluto justo ni oportuno es que, en aras a una igualdad mal entendida, se estandarice al alumnado.

Como concluía Chesterton sobre el joven Simmons, “había ido al único lugar donde todo el mundo viste igual: a un regimiento”. En verdad que serían todos idénticos, tanto que se acabaría con la singularidad humana, con aquello que nos hace diferentes y únicos. Un mundo muy parecido a las distopías educativas de corte apocalíptico en las que el individuo desaparece por completo, sometido a la atonía general. Si esa es la dirección en la que circula el tren de la moderna educación, perdónenme, pero yo me bajo en la próxima estación.

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