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Cohesión social y calidad educativa

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Probablemente tenga mucho de fábula ficticia. Así lo advierte y cuenta el profesor Rendueles en su último trabajo, Contra la igualdad de oportunidades. La historia se ubica en los Estados Unidos a principios de los años 60 del siglo pasado, en plena epidemia de infartos. Fue entonces cuando se descubrió que en una pequeña ciudad del estado de Pennsylvania llamada Roseta la incidencia de las enfermedades cardiacas era significativamente menor que en el resto del país. La ciudad había sido fundada en el siglo XIX por una colonia de inmigrantes italianos que, siguiendo con sus costumbres tradicionales, se había mantenido homogénea y cerrada al exterior. Los médicos que estudiaron el caso detectaron que las personas mayores sufrían la mitad de los problemas cardiacos que la media norteamericana y, en general, la tasa de mortalidad era un 35% menor que en el resto del país. Se descartó enseguida que los rosetinos siguieran una dieta más saludable o realizaran más ejercicio que el resto de los estadounidenses. Tras estudios comparativos, se desecharon también las causas de orden genético y ambiental. La diferencia que explicaba la longevidad en Roseto estaba en la cohesión social de la comunidad. En los hogares convivían familias extensas y destacaban por su animadísima vida vecinal, organizada tanto en numerosas asociaciones como en prácticas informales.

Remitiéndonos al ámbito escolar, ciertamente no suelen señalarse los factores de cohesión social como explicativos de la buena macha y la salud institucional. Pero sin duda en el buen hacer de las escuelas influye la ciudad, el barrio, el propio proyecto educativo, el clima de estudio y las relaciones entre los diferentes componentes de la comunidad. Como es lógico, una buena convivencia por sí sola no garantiza buenos resultados académicos pero supone el requisito imprescindible para alcanzarlos. Y viceversa: cuanto mejor formados los alumnos, cuanto más motivados para aprender y mayor es el esfuerzo y la disciplina desplegados, mayores son las cotas de bienestar y ambientes saludables en desarrollo. Ambos factores se retroalimentan y nos ofrecen la clave del éxito. El resto de elementos habituales –autonomía de los centros, distribución del alumnado en función de la titularidad de los colegios, metodologías, itinerarios y áreas curriculares etc…– sin carecer de la relevancia pertinente, arman todo su potencial cuando trabajan subsidiariamente para apuntalar los factores señalados.

Como es lógico, una buena convivencia por sí sola no garantiza buenos resultados académicos pero supone el requisito imprescindible para alcanzarlos

De alguna forma lo expuesto no se aleja de la búsqueda del equilibrio entre la dicotomía Educación versus instrucción. Una relación ésta que se plantea en la teoría como excluyente pero que en la práctica no deja de ser complementaria. Los conocimientos no se aprenden en lugares asépticos o no-lugares. Se hace necesario establecer unas relaciones sociales adecuadas, es decir, naturales y en presencia, para dar lugar al respeto y la copartícipe admiración virtuosa entre docentes y discentes. Su materialización requiere de un cuerpo de saberes y contenidos curriculares desde los que trabajar y desarrollar el pensamiento. De la nada, nada surge excepto la desorientación y el sinsentido que rompe cualquier proyecto educativo y democrático. Como dice el crítico literario Rafael Narbona, “el hedonismo exacerbado acaba desembocando siempre en hastío».

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