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El beneficio de la duda

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Sin negar evidencias de orden biológico y natural indiscutibles, gran parte de las dinámicas sociales obedecen a lo que hoy conocemos como construcción de relatos. A lo largo de mi ya extensa carrera docente no he dejado de constatar los efectos que en la vida académica de los alumnos/as impone la llamada profecía autocumplida. Un excesivo afán de control e impaciencia nos lleva a clasificar todo cuanto nos rodea, a hacer predicciones que, una vez hechas, son en sí mismas las causas de que se hagan realidad. Es el conocido efecto Pigmalión, referido a la potencial influencia que ejerce la creencia de una persona en el rendimiento de otra. Digo esto en relación a las advertencias hechas a nuestro país por el Comité de Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas. Según la ONU, en los últimos años apenas hemos avanzado en el desarrollo progresivo de políticas y prácticas de Educación Inclusiva. A muchas familias se les conculca el derecho a que sus hijos/as continúen su escolarización en centros ordinarios. Según el profesor Calderon Almendros, la exclusión social no es un proceso natural, es un proceso socialmente construido: “En este sentido –afirma–, la escuela no está sirviendo más que para certificar y afianzar los procesos de exclusión de tantos niños y niñas en desventaja, y especialmente de aquellos que han sido señalados por algún rasgo biológico que pareciera justificar su destino social y educativo” (Cuadernos de Pedagogía, noviembre 2015).

No es necesario haber leído las obras completas de Foucault para entender las micropolíticas y la construcción de identidad que se desprende de todo esto. Es tal la fuerza de normalización sistémica que uno se encuentra impotente a la hora de aconsejar a familias sobre las consecuencias negativas que pueden resultar para el futuro de sus hijos el hecho de que alguien un buen día decida que han de formar parte de un programa de integración educativa o educación especial.  “Los colectivos –afirma Almendros–, uno a uno, van siendo desarmados y desmovilizados en buena medida a través del poder de la normalidad”. Una normalidad que en la teoría se pretendió transformadora (Logse) pero que de facto ha acabado siendo una realidad discriminatoria de la cual nos advierte la ONU.

Una normalidad que en la teoría se pretendió transformadora (Logse) pero que de facto ha acabado siendo una realidad discriminatoria de la cual nos advierte la ONU

No es ésta una cuestión baladí. Tal como sucede con las políticas de igualdad de género, la atención y el cuidado de las diferencias redunda en beneficio de toda la sociedad. Por eso son denostadas desde sectores reaccionarios e inmovilistas. De ahí también que la escuela pública se haya alejado y desvirtuado de su objetivo original de educar a todos más allá de lo establecido por el selvático orden natural de la cosas. Arendt nos recuerda que “la Educación también es donde decidimos si amamos a nuestros niños lo suficiente como para no expulsarlos de nuestro mundo y dejarlos librados a sus propios recursos” (Entre el pasado y el futuro).

A diferencia de la prisa y la competición productiva externa, la escuela ha de erigirse en espacio protegido que transforme los conocimientos y destrezas en bienes comunes. No dejarse arrastrar por el cinismo reinante es una forma de mantener la dignidad. ¿Cuántos niños/as no sufren las consecuencias de clasificaciones arbitrarias y diagnósticos errados que determinan sus itinerarios académicos y, por ende, sus propias vidas?

“Todos merecemos –escribe Coetzze– el beneficio de la duda. Pero a veces no hay tiempo para escuchar con tanta atención, para tanta excepciones, para tanta compasión. No hay tiempo, así que nos dejamos guiar por la norma. Y es una lastima enorme, la más grande de todas” (La edad de hierro).

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