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La ajorca de Heráclito

La llamada 'ley Celaá' no sólo juega con el tiempo, sino que también lo hace con la propia enseñanza, dejándola en manos de aquellos que, precisamente, no creen en ella.
Juan Francisco Martín del Castillo
Doctor en Historia y profesor de Filosofía
15 de diciembre de 2020
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© TUR-ILLUSTRATION

ES curioso que sean los filósofos los primeros en oponerse a las mandangas de los pedagogos. Esta soledad no siempre es bien entendida por el común, ni siquiera se percibe el origen de la negativa. Para explicar el decidido alegato en contra de los pedagogos debemos recurrir a uno de los pensadores más carismáticos de la historia, el griego Heráclito. El nacido en Éfeso solía repetir a quien quisiera escucharle que “el tiempo es un niño que juega”. Una frase un tanto enigmática, pero que, con la futura aprobación de la enésima ley de Educación, toma un sentido claro y diáfano. La llamada “ley Celaá” no sólo juega con el tiempo, sino que también lo hace con la propia enseñanza, dejándola en manos de aquellos que, precisamente, no creen en ella, puesto que tampoco tienen fe en la verdad y en la universalidad del conocimiento. Los nuevos pedagogos son los viejos sofistas, unos personajes que, como Protágoras o el inefable Gorgias de Leontini, servían antes a la opinión que a lo verdadero. Únicamente así es posible comprender la abierta oposición de la filosofía al caprichoso mundo de la pedagogía de última hora.

Heráclito jamás fue miembro de la secta relativista ni tenía mayor ambición, como cualquier buen maestro, que la de enseñar al que no sabe. Si volviera a la vida, lo veríamos caminando por las calles con una pulsera en los tobillos, la misma que le recordaría su importante misión en la sociedad. Esta ajorca es la que, de alguna manera, lucimos por herencia todos los filósofos, no sin cierto orgullo, frente al discurso de la sofística moderna o, por mejor decir, frente a los pedagogos de salón. Protágoras, según la crónica de Platón en el Teeteto (166d-167d), consideraba que “unas opiniones son mejores que otras, pero no que sean más verdaderas en absoluto”. De hecho, rechazaba el concepto de verdad, relegándolo al absurdo. El tiempo lo puso en su sitio, pero, tres mil años después, revive en las mentes de los chiripitifláuticos de la pedagogía y, por extensión, en leyes como la de Celaá. La única forma de plantar cara al sofisma es desenmascararlo, devolviendo honestidad por indignidad, conocimiento por opinión. ¿Quién sabe realmente de Educación? Desde luego, los pedagogos no. Son los maestros y profesores los que, por su contacto estrecho con la enseñanza, están llamados a desempeñar un papel protagonista en el ámbito educativo. Sin embargo, como ya hicieran con Sócrates y sus discípulos, los nuevos sofistas han puesto en la picota a los que ejercen la docencia, despreciando su autoridad una y otra vez. Se valen de mil y una argucias, que con alegría denominan “ciencia pedagógica”, pero que sólo es la opinión sectaria de unos cuantos iluminados.

El ejemplo de Heráclito debe guiarnos en la recuperación del sentido común en la Educación. Aunque le tildaban de oscuro, nos dejó una hermosa sentencia para la reflexión: “los asnos prefieren los desperdicios antes que el oro” (Aristóteles, Ét. Nic., X 5, 1176a). El oro, el de ayer y el de hoy, es el conocimiento verdadero y, como tal, hay que ofrecérselo a las nuevas generaciones para que no se conviertan en los burros que la moderna pedagogía cultiva. Firmeza y convicción frente a los sectarios de todo orden, pero más, si cabe, ante el desafío de la sofística pedagógica.

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