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Vivir discipularmente

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Ahora que la memoria anda en retirada, he tenido la tentación de hacer una especie de florilegio de desventuras escolares, un inventario de testimonios que recogiese las pequeñas infamias y temores transcurridos en la escuela, esas vergüenzas acusadas e infligidas por todos. En la historia de la literatura encontramos variados episodios al respecto, novelas, cuentos y biografías escolares, inolvidables ritos de iniciación que configuran el relato de la identidad personal, la intrahistoria de sujetos anónimos y vidas minúsculas fundamentales para explicar el porqué de muchos de los conflictos de la escuela a lo largo de su historia.

«Ya verás cuando vayas a la escuela», le advertían a Moncho, el niño de La lengua de las mariposas. Aún hoy sentimos esta separación como desgarro. Las carcajadas sonarían después como trallazos en el último pupitre al fondo de la clase y Moncho se mearía en los pantalones. Delibes describió en El camino esta continua desazón entre civilización y barbarie (uno de sus temas predilectos), el desencuentro entre la familia y el entorno natural como baluartes contra la intemperie social y la ciudad como infierno en el que nuestra identidad y carácter van siendo corroídos por la multitud –»una realidad inevitable y fatal»– concluye Delibes. Este tipo de literatura, por cierto, suele ser bien recibida por los adolescentes, que proyectan su cuitas en los protagonistas y descubren la ficción como refugio y autodefensa.

Así se advierte desde el Génesis. Probar el fruto del árbol de la ciencia es abrir los ojos y descubrir la propia desnudez de seres en construcción, inacabados, la debilidad del desamparo ante las veladuras de un paraíso habitado por dioses. Decía Nietzsche que el sello de la libertad conquistada es ya no avergonzase de uno mismo, vivir extramuros como atalaya desde la que mirarnos indulgentes y blanquear a la bestia que llevamos dentro. No saber vivir nos hace humanos. Y por eso Albert Camus agradecería en la entrega del Nobel el compromiso de su maestro Germain: “Corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser un alumno agradecido».

Pero la memoria es hoy devaluada piedra de toque, orillada y descartada herramienta viejuna de conocimiento

Pero la memoria es hoy devaluada piedra de toque, orillada y descartada herramienta viejuna de conocimiento. Hurgar en ella supone profundizar en la herida (personal e histórica). Se prefiere el olvido, la huida amnésica proporcionada por el análisis de los datos, la digitalización y la innovación como mantra balsámico convocante de mejoras inapelables. Para Marina Garcés, el principal problema pedagógico actual es cómo preparar a los jóvenes de la manera más efectiva para que sepan adaptarse a una realidad futura cambiante y desconocida: “Desde este paradigma, el único conflicto es la competitividad (…) y el debate queda deliberadamente neutralizado como una rivalidad entre metodologías” (Escuela de aprendices).

¿Qué le pasa a ese yo interrumpido por la vergüenza? ¿Cuántos repliegues íntimos pasan desapercibidos en un aula subestimados y desatendidos? ¿Cómo pulsar y despertar el afán por aprender, ser conscientes de la necesidad imperiosa de ampliar conocimientos y completar nuestro demediado bagaje cultural para ser más libres y autónomos y no sentir el pudor del avergonzado o la indiferencia del alienado? ¿Cómo dar nombre a todo esto?

Siempre hay una relación de poder que aparece a través de la vergüenza y que pone de manifiesto la incompletud y la interdependencia humana. Hacer visibles estos entramados de relaciones preestablecidas, reflexionar sobre sus posibles consecuencias es también mejorar la calidad educativa. La vergüenza entonces puede erigirse en palanca de cambio, resistencia y transformación. Y aunque el mundo confabule para diluir nuestros sonrojos y cauterizarlos a base de inteligencia emocional y mindfulness, sentir el aguijón del orgullo en la conciencia es querer superar una situación precaria que requerirá de buenas dosis de coraje, paciencia y trabajo continuo. Dice el poeta Jesús Montiel que “quizá el mejor maestro es el que sabe ser discípulo (…) Si uno vive discipularmente, todo tiene algo que enseñarnos».

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