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La chuleta

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Así como en su momento la yunta de bueyes fue sustituida por la maquinaria agrícola, el final de la historia decretado por Fukuyama encuentra en la extinción de la chuleta un claro precedente. La cultura impresa dio paso al mundo virtual y hoy podemos regar los tomates y segar por internet.

Yo nací (perdonadme) en la edad de la chuleta en los exámenes. Tenía la ventaja de no ser multitarea ni nativo digital, esos derroches. Preconcebido el plan y tomada la decisión, se pasaban las tardes elaborando la susodicha con gran mimo artesanal. Añádase el plus de ser ésta una actividad nimbada por el riesgo y el secreto. La artimaña suponía el despliegue de todo un arsenal de técnicas de estudio. Como en el conocido soneto de Lope a Violante, el hacedor, burla burlando, aprendía la chuleta y escribía la lección o viceversa. La actitud, en todo caso, era la del minucioso orfebre, el trabajo perseverante del pulidor de lentes.

En efecto, la chuleta constituía una obra de arte. Más que agallas, se requería fuerza de voluntad, rectitud de ánimo y cierto sentido estético sin en el que ningún afán alcanza su término. El objetivo era aprobar sorteando cualquier desánimo, la indolente apatía que asoma incipiente en la juventud. La desesperación o la abulia, la acedia, no eran compañías recomendables para quien pretendiese pergeñar una chuleta.

La chuleta era una forma de enfrentar la incertidumbre, un ritual necesitado de la pauta sucesiva, de la experiencia de tránsito y recorrido temporal

Las había para todas la asignaturas y circunstancias. La imaginación y la creatividad dieron pie a auténticos y maravillosos extravíos. Recuerdo vagamente la chuleta de un compañero al que descubrieron. Un folio escrito por las dos caras con una letra minúscula y tan apretada como la de una biblia de bolsillo y que sin duda le llevaría horas y horas de concienzudo y solitario esfuerzo. Los profesores permanecían como el coronel Aureliano Buendía la primera vez que su padre le llevó a conocer el hielo, estupefactos no daban crédito a aquel artefacto del ingenio. Y ¿qué decir de aquellas miniaturas enrolladas en los bolígrafos bic o de las fórmulas químicas grabadas con alfiler o directamente tatuadas en la piel?

Habrá quien sólo vea en esto el símbolo trasnochado de una escuela tradicional y memorística en la que leer y escribir eran destrezas indispensables para adquirir conocimientos. ¿De qué sirve si no la capacidad de sintetizar encarnada en la chuleta cuando lo que se demanda hoy es el despliegue de unas competencias básicas, demasiado básicas? De hecho, los libros de texto actuales son en sí una gran chuleta que hacen a la original innecesaria.

Cuando uno puede recurrir a la atenta memoria no hay miedo a la página vacía. La chuleta era una forma de enfrentar la incertidumbre, un ritual necesitado de la pauta sucesiva, de la experiencia de tránsito y recorrido temporal, un desperdicio hoy para una pedagogía que propicia el inmediatismo, los inputs emotivos y la disrupción hipervinculada.

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