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El niño y el sabio

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«Todos estamos condenados a ser originales. O mejor aún: en cada uno de nosotros está la semilla de la originalidad, y de nosotros depende que caiga en buena tierra y fructifique en algo, o que se agoste para siempre. La originalidad hay que ganársela, no se da de balde por muy único, por muy distinto que uno sea o parezca ser. Para llegar a saber lo que valéis, y quiénes sois vosotros, os lo tenéis que currar duro, no lo olvidéis».

Son palabras que Landero dirige a sus alumnos el primer día de clase. Proceden de su última novela, El huerto de Emerson. Palabras que calan en las circunstancias adolescentes que así lo admiten y propician. El asombro y la novedad dirimen los afanes de estos jóvenes cuya avidez escrutadora –sin imposturas– se lleva la vida por delante.

Como apuntó Platón, del asombro nace el conocimiento. Entre la utopía del niño admirativo y el desencanto del sabio escéptico se forja la síntesis ideal de lo que podemos llegar a ser, baciyélmicas criaturas.

Continúa Landero: «Debemos aprender a no dar nunca las cosas por definitivamente vivi-das o sabidas, ni conformarnos con que alguien, por muy sabio que sea, nos las explique o nos las cuente (…) Libemos en la flor antes que en la miel».

Se define así otra de las muchas lecciones del Quijote y del propósito cervantino del profesor Landero: no dejarse engañar por el peso de la realidad enajenada. Camus decía que un hombre rebelde es el que dice no. No –en el caso de Alonso Quijano– a una vida de hidalgo venido a menos y entrado en años que se predispone, sin embargo, a seguir viviendo, y que acepta la práctica de la caballería como pretexto para armarse en el asombro y ver castillos donde otros sólo ven famélicas ventas o pintiparada amante en la encarnadura de una rústica labradora. Lectura personal atrevida y demandante del esfuerzo, la pérdida de muchas batallas, el afán por deshacer el velo que malandrines y encantadores anteponen a la verdad con intenciones no siempre bienhechoras.

Este difícil hábito de pensar por cuenta propia no se logra de manera espontánea, suele aprenderse de aquellos maestros que con su ejemplo y lección se preocupan por enseñarlo desde el primer día

Este difícil hábito de pensar por cuenta propia no se logra de manera espontánea, suele aprenderse de aquellos maestros que con su ejemplo y lección se preocupan por enseñarlo desde el primer día. Una tarea que exige lentitud en un mundo donde todo invita a la velocidad anestesiante y a la fugacidad de las cosas y de las ideas. Exige también soledad y recogimiento. Y lo más difícil de todo, concentración. De ahí las virtudes de la escritura que el maestro Landero recomienda, un tiempo y un espacio propio protegido para abordar la complejidad: «compraréis un cuaderno nuevo, gordo, amoroso y bonito. Escribiréis en él unas dos horas a la semana, y cada tres meses me entregaréis vuestros cuadernos y yo los leeré y escribiré en ellos mis propios comentarios».

La escritura se convierte en diálogo con uno mismo, bálsamo didáctico que hace renglón caligráfico al andar, un transcurrir  pausado, concentrado y solitario, lleno de intuiciones, descubrimientos que recuerdan el valioso significado de las palabras y las cosas. Un circunloquio en fin ensimismado, abierto al encuentro del goce intelectivo. Don Quijote sería el lector que se escribe a sí mismo sin apartarse de la ruta, avanzando y ampliando su mirada en condiciones de novedad y aventura deseosa por alcanzar la plenitud merecida: «yo sé quién soy».

Como en Macondo, cada día en una escuela está por inventar. El poder de la imaginación es hijo de la memoria creadora, un rehacer fantástico que juega con el lenguaje para nombrar de nuevo. Y eso es la novela de Landero, un homenaje al recuerdo como lugar de asombro desde el que uno se erige en hacedor original de su propia biografía. «Diríase –escribe– que la experiencia no está completa hasta que no contamos o nos contamos lo vivido». Aprender y recontar –con nuestras propias palabras– todo lo que  previamente nos han contado. Desde la  óptica original del asombro del niño. Desde la sabia memoria imaginada.

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