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Diario de un profe rebelde

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Hoy, veintiuno de diciembre, última anotación en el diario. Escuchado en un centro escolar: “Hay que erradicar los libros”. No pienso en lo fácil, que sería lo más seguro y también la probabilidad más alta de errar. Concluyo en que no ha sido un alumno el firmante de la proclama, ¿quién entonces? Indago por doquier en busca de una respuesta, porque el eslogan no deja de repiquetear en mi conciencia. Al contrario de lo que imaginaba, el responsable de semejante burrada ha sido el director de un instituto de Secundaria. Dejo por un momento lo que hacía y caigo en una desazón creciente. Hay instantes en los que uno siente que la educación va proa al marisco: cuando más se necesita de la inteligencia para resistir el asalto de los que niegan el talento, menos se encuentra. Y, cuando más se echa en falta coherencia en las ideas y coraje en su defensa, menos se aprecia entre los encargados del gobierno de las instituciones. Decididamente, la educación, con la nueva ley en la mano, ha entrado en una espiral negativa hasta llegar a un punto sin retorno.

El suprimir que los chicos puedan entrar en contacto directo con los libros, lo mejor que nos ha concedido la civilización, es un signo clarísimo de que la decadencia está a la vuelta de la esquina. Una decadencia que no es muy diferente a la que se experimenta en el país de los talibanes, donde todo lo que huele a cultura merece el peor de los desprecios. Pero es que aquí, sin ir más lejos, tenemos otro tipo de talibanes, los nuevos sacerdotes de la ignorancia. Es verdad que aquellos, los originarios del Afganistán, luchan por lo que creen la verdad revelada, en una interpretación radical de su libro sagrado, mas los intolerantes de la antigua comprensividad o los de la educación competencial de ahora, rivalizan en dogmatismo con los mismos islamistas. Tamaña paradoja sólo es posible entre los chiripitifláuticos de la pedagogía.

Postular que los libros no sirven, que no son útiles para la enseñanza es sinónimo de una arrogancia que roza la declarada estupidez. Sin embargo, este es el objetivo confeso de la educación competencial

Postular que los libros no sirven, que no son útiles para la enseñanza es sinónimo de una arrogancia que roza la declarada estupidez. Sin embargo, este es el objetivo confeso de la educación competencial, de esas famosas situaciones de aprendizaje con las que se deleitan aquellos que confunden el magisterio con hacer corresponder criterios y descriptores sobre una simple cuadrícula, olvidándose de la realidad del aula por el camino. Es puro culto al formalismo pedagógico, a lo verdaderamente insustancial del acto de enseñar. En fin, cuando un profesor reniega de los contenidos propios de su disciplina, sea cual sea, y los sacrifica en el altar de las competencias está protagonizando una de las escenas más tristes que uno puede ver en un centro escolar.

Definitivamente, erradicar los libros es el nuevo grial de los defensores del moderno patrón educativo. Hacer desaparecer del horizonte de inquietudes de los alumnos obras como El Quijote de Cervantes, el Lazarillo de Tormes, la Divina Comedia del Dante, la Ilíada de Homero, el Banquete de Platón, las tragedias de un Shakespeare y un largo y maravilloso etcétera. En suma, desprenderse de lo que ha hecho de nosotros lo que somos, negar la tradición a la que pertenecemos y despreciar el conocimiento adquirido a lo largo de los siglos, tal es la propuesta de los gurús de la nueva enseñanza. Medito en silencio y voy a parar justo donde todo comenzó: veo a un joven ilusionado que da sus primeros pasos en la profesión, pero con los ojos del ya veterano, y me pregunto: ¿por qué? ¿Por qué, en vez de ir hacia adelante, nos empeñamos en volver al pasado? Francamente, no lo sé. Pero, lo que es cierto, aunque queden pocas cosas en pie, es que hay que resistir. Nos va la vida en ello o, por mejor decir,  lo que entendemos por tal a partir de una civilización como la nuestra. De ningún modo se puede ceder ante los usurpadores de la enseñanza, los impostores de la pedagogía y los políticos de la ignorancia. Nos llaman “profes dinosaurios” o “profes rojipardos” y sabe Dios cuántas cosas más, pero, ante la falta de respeto, lo único que cabe es reafirmarse, porque, sin los maestros entregados a su tarea, esta aventura de la enseñanza tendría los días contados. Por favor, al margen de las experiencias personales que hayan tenido con el ejercicio del magisterio, piensen en qué sería del mundo sin los libros y sin la gente que los lee y ama. A esto aspiran los idólatras de las competencias. Una sola línea escrita por Cervantes o un solo verso de García Lorca hacen más por nuestra civilización que las mil y una proclamas de estos esclavos de las pantallas.

Mi deseo para el nuevo año es el mismo que se repite desde hace casi tres décadas: Resistir.

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Comentarios

  1. JOSÉ MIGUEL
    27 de diciembre de 2022 02:19

    BUENA DESCRIPCIÓN DEL ACTUAL Y PATÉTICO SISTEMA IMPERANTE.