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¿Educar o corromper?

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Perdón por comenzar a la gallega la columna de hoy, pero es que, como profesional de la enseñanza, no encuentro mejor manera de plantear el conflicto que me suscita la reciente información sobre el programa Coeduca’t de la Conselleria d’Educació del gobierno catalán, que tiene por finalidad, entre otras, el desarrollo de la afectividad entre los alumnos. Según lo que ha trascendido, el programa intenta despertar la sexualidad entre los niños de la etapa infantil con actividades como la de “enseñar a masturbarse”, con ilustraciones bastantes explícitas al respecto, que, como digo, están destinadas a menores de tres a cinco años. Más adelante, y ya entre los adolescentes de Secundaria, lleva la tensión sexual a otra dimensión con la realización de talleres para la “práctica de sexo oral”, incluyendo gráficos no menos elocuentes… Y no sigo porque me cuesta conciliar el mero traslado de la información con mi propia conciencia como docente. En fin, me impacta en lo más profundo que alguien considere que tal programa es apto para ser llevado al aula.

Al margen de que el anterior programa del Departamento de Educación de la Generalitat esté judicializado, caben algunos apuntes de índole moral y pedagógica sobre su puesta en marcha. Por ejemplo, acerca de la revisión ética de los objetivos del proyecto, sobre el mismo concepto del menor que parece desprenderse de las actividades a desarrollar y, por último, sobre la consideración humana de los niños a los ojos de los políticos encargados de la gestión educativa. Empezando por este punto, me pregunto si los regidores de lo público albergan la peregrina idea de que los chicos son de su propiedad; que, si por alguna íntima y extraña razón, se creen por encima de los derechos constitucionales de los padres a la hora de proveer a sus hijos de principios y valores, porque el precipitado moral de la proyección de la Conselleria es tan malévolo que resulta hasta enojoso reproducirlo: busca modificar la conducta de los menores, obviando la tutela parental, a fin de llegar a insertar en la personalidad inmadura de los niños unos comportamientos que sólo se pueden definir como ingeniería social. En tal sentido, marginar a los progenitores de la educación de sus hijos con la expresa intención de que sea la autoridad pública la que eduque en la intimidad y la sexualidad resulta cuando menos paradójico, sabiendo, por otra parte, que son esferas sumamente protegidas por las leyes del Estado.

En el estricto orden pedagógico, un profesor que se atreva con semejante desvarío, que se someta con igual desparpajo al dictado ideológico y que dirija a los niños por los insospechados derroteros de la intimidad sexual, cuando ni siquiera los padres han emprendido la tarea, me parece tan alocado, que se me hace muy cuesta arriba llamar maestro al que ejerce la profesión bajo el marco de este programa

En el estricto orden pedagógico, un profesor que se atreva con semejante desvarío, que se someta con igual desparpajo al dictado ideológico y que dirija a los niños por los insospechados derroteros de la intimidad sexual, cuando ni siquiera los padres han emprendido la tarea, me parece tan alocado, que se me hace muy cuesta arriba llamar maestro al que ejerce la profesión bajo el marco de este programa. Podría señalarle como “instructor”, tal vez como reclamo para los ingenuos, pero, desde luego, no es profesor de nada, ni debería llamársele así. Sin embargo, las tres palabras que mejor describen al individuo que decididamente arrostre esta situación son las de “corruptor de menores”, aunque, por supuesto, lo dejo al criterio de los tribunales.

No obstante, hay una ulterior consideración acerca del magisterio. Me gustaría que, de una vez por todas, los políticos de turno expongan a la luz pública lo que creen qué debe ser un profesor. Porque la respuesta, en caso de existir, sería muy significativa por lo reveladora. Al menos para la Conselleria catalana, los profesores somos una especie vulgar sometida a la esclavitud del discurso ideológico de unos pocos iluminados de la educación. Decir que están equivocados es poco. Y, por ello, les aplicaría la receta del siguiente pasaje de la Primera Parte de Madame Bovary: “me copiará veinte veces el verbo ridiculus sum”.

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