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El colibrí

"Joshua no abrió la boca sino que señaló a una pequeña criatura, un colibrí que se había colado en el interior de aquel recibidor y no era capaz de encontrar la salida".
Felipe Gabriel BeytíaLunes, 26 de febrero de 2024
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© Venis

Existe una peculiar impaciencia que se apodera de los estudiantes cuando la clase ha terminado, pero el profesor persiste en su disertación sobre un tema en particular. Bruno no dejaba de fijarse en el reloj que había sobre la pizarra mientras don Rodrigo seguía hablando, ajeno al paso del segundero. Pasaron cinco minutos, luego diez, y el profesor no daba señales de detener su discurso. La agonía se intensificó cuando llegaron los alumnos de la siguiente clase, como anuncio del cambio de turno. Fue entonces cuando don Rodrigo cayó en la cuenta de que se había excedido en su tiempo y despidió rápidamente a los estudiantes, quienes abandonaron el aula como si los hubieran disparado. Eran las seis de la tarde.

Bruno respiró aliviado: tras pasar todo el día en la facultad, por fin estaba libre. Se dirigió a una máquina expendedora en busca de una bebida, momento en el que se topó con su amigo Joshua, que permanecía inmóvil, con la vista clavada en una de las esquinas del edificio.

—¿Qué haces, tan quieto como un árbol? —le preguntó Bruno.

Joshua no abrió la boca sino que señaló a una pequeña criatura, un colibrí que se había colado en el interior de aquel recibidor y no era capaz de encontrar la salida.

—Lo llevo siguiendo desde que me lo encontré en la biblioteca, hace media hora.

El animalito se movía frenéticamente de un lado a otro, y se chocaba contra las paredes. Finalmente, exhausto por tanto volar, cayó al suelo.

—Debemos ayudarlo —dijo Bruno.

—¡No lo toques con las manos! —exclamó Joshua—. Iré a buscar una caja para ponerlo en su interior.

Con cuidado, lo levantaron del suelo sirviéndose de un pañuelo, lo metieron en la caja y lo llevaron al jardín. En cuanto el ave diminuta se percató de dónde estaba, recobró sus energías, alzó el vuelo y regresó al interior de la universidad a la velocidad de una centella.

—¡Maldición! —exclamó Joshua—. Deberíamos informar al personal de la universidad; no pienso ir de nuevo tras ese pájaro idiota.

Media hora después, el colibrí estaba en manos del conserje, quien lo llevó de vuelta al jardín. Detrás de él, Bruno cerró todas las puertas y ventanas para evitar que volviera a colarse por accidente. Al mismo tiempo, Joshua sacó su teléfono para grabar la liberación del ave y presumir en las redes sociales de lo que llamó «mi buena acción del día».

¡Pobres chicos!… ¿Quién podría culparlos si no sabían la verdad? El colibrí ansiaba refugiarse en el edificio, donde se golpeaba contra las paredes a causa del miedo que lo embargaba. Ni Bruno, ni Joshua ni el conseje podían adivinar la intención del colibrí: huir.

Apenas el bedel abrió las palmas para que volara libre, un gigantesco gallinazo apareció como una sombra y, en un instante, se llevó al colibrí entre las garras, dejando unas cuantas plumas flotando en el aire.

–¿Os habéis dado cuenta? –preguntó Bruno.

–Sí; era un gallinazo –concluyó Joshua.

–No, tonto. Me refiero a que, a veces, cuando intentamos ayudar sin entender la situación de quien sufre, terminamos por causar un daño mayor.

Allí mismo se despidieron hasta el día siguiente.

Felipe Gabriel Beytía, ganador de la XVII edición de www.excelencialiteraria.com

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