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Náufragos educativos

En educación seguimos optando mayoritariamente por garantizar esa homogeneidad ficticia; nos sentimos cómodos creyendo en ella. Pretendemos que nada se nos escape, que todo pueda estar bajo control y, consecuentemente, ser previsible.
Carlos MarchenaMartes, 11 de febrero de 2025
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© ADOBE STOCK

“Hay cosas en el mar que sólo se tiene valor para verlas venir una vez”

(Arturo Pérez-Reverte en La Isla de la mujer dormida)

Efectivamente, como habrá podido imaginar, se trata de un eufemismo para referirnos al denominado fracaso escolar; expresión tildada de mal gusto e incorrecta dentro del ámbito de la educación. No obstante, siempre está la opción de jugar a disfrazar la realidad y no llamar a las cosas por su nombre. Los datos están ahí, señalando reiteradamente en el tiempo las carencias. Al margen de la terminología empleada, el contenido semántico de esta expresión proscrita es muy amplio, pudiendo aludir a múltiples variables, tantas como criterios utilizados para su concreción. De idéntica manera, los indicadores utilizados en su valoración determinan una versión más o menos optimista de los resultados. En cualquier caso, la frialdad encerrada tras estos porcentajes y cifras ocultan trayectorias educativas de escaso éxito.

Tengamos por cierto, ya sea a través de evaluaciones de carácter interno o externo, que nuestro sistema educativo no parece responder a las expectativas creadas entre los distintos componentes de la comunidad educativa. Baste con formular, de manera informal, algunas preguntas al respecto y, muy probablemente, nos encontremos con críticas hacia su funcionamiento; eso sí, acompañadas de todo un repertorio de soluciones improvisadas a esos mismos reparos.

Esta insatisfacción, en sí misma, ya debería ser objeto de preocupación.  ¿Qué hacer ante un servicio, el educativo, que se brinda a unos usuarios y con el cual no están satisfechos? ¿Nadie está dispuesto a dar un primer paso para que cambie la situación? Parece que colectivamente estamos cayendo en un pasotismo generalizado, cuando no en una crítica fácil, de todo aquello que tiene que ver con garantizar un derecho tan básico de los ciudadanos como es la Educación. Algo deberíamos plantear, hacer y reivindicar a este respecto, pero no es el interés central que nos ocupa en este artículo responder a este planteamiento tan estructural; por emplear un término.

Hablamos de náufragos y no de naufragio. Aludimos no al andamiaje educativo, sino al alumnado; la razón de ser de toda estructura formativa montada para hacer posible unos aprendizajes que lo integren en su sociedad/cultura de referencia, así como el conocimiento de otras, y que les ayude, a la vez, a ser singulares dentro de ella; contribuyendo a su enriquecimiento y evolución.

A lo largo de las últimas décadas han ido apareciendo toda una serie de nuevos retos educativos que, esencialmente, han girado sobre dos vértices fundamentales de ese andamiaje antes mencionado. Por un lado, los diseños curriculares y, por otro, la atención a la diversidad. Elementos que se han convertido en un binomio inseparable y que lógicamente se vienen condicionando mutuamente.

La diversidad constituye una seña de identidad reivindicada profundamente a todos los niveles. No queremos ser iguales, sino diferentes; cada cual, a su manera, pero con los mismos derechos que se unen a nuestras obligaciones. La búsqueda de la homogeneidad es una acción que niega la mismísima realidad y la contamina.

En educación, sin embargo, seguimos optando mayoritariamente por garantizar esa homogeneidad ficticia; nos sentimos cómodos creyendo en ella. Pretendemos que nada se nos escape, que todo pueda estar bajo control y, consecuentemente, ser previsible. Este paradigma, que parece resistirse a evolucionar a pesar de los cambios normativos que intentan animar a ello, han generado unas prácticas educativas, tanto a nivel   institucional como profesional, que se han llegado a convertir incluso en perversas.

Buscamos, con escaso éxito, que todo el alumnado se comporte de una determinada manera, que sus intereses vayan en la misma línea, que los tiempos y modos de aprendizaje se identifiquen por unos rasgos comunes a determinadas edades o niveles/etapas educativas. Partimos de la base de un desarrollo competencial determinado que se da por adquirido, con su correspondiente carga de saberes básicos. Hacemos un retrato robot del alumnado y nos esforzamos en encontrarlo, a pesar de que el día a día en las aulas nos dicte lo contrario: “Abrimos el libro por la página 23 y hacemos las primeras cinco actividades. Tenéis hasta el final de la clase para terminarlas.  A quien no le dé tiempo, se lleva el cuaderno a casa y mañana me las entregáis resueltas”.

Esta táctica ya no funciona, aunque nos sigamos aferrando a ella como una tabla de salvación; poniendo en cuestionamiento las capacidades, destrezas, hábitos o las circunstancias contextuales del alumnado. Lo que podríamos llamar el síndrome de la golondrina: lo que nos molesta lo lanzamos fuera del nido (prácticas educativas).

Consciente de esta heterogeneidad que se va incrementando exponencialmente en los centros educativos, unido al vertiginoso cambio en el que nos hemos instalado en las sociedades actuales, se han planteado distintas reformas y cambios en nuestro sistema educativo. Para ello, se han puesto en juego potentes palancas. Por un lado, la nueva estructuración del sistema educativo, prolongando su duración y optando por una organización distinta a la definida en la lógica conceptual de las distintas disciplinas científicas y humanísticas impartidas. Por otro, modificando la oferta formativa, curricular, bajo dos premisas esenciales: la flexibilización y la individualización. Todo ello bajo el principio básico de la autonomía en la organización y gestión concedida a los centros educativos.

En estos puntos también encontramos obstáculos que dificultan notoriamente el llevar a la realidad este cúmulo de buenas intenciones pedagógicas. Al respecto, existen claros ejemplos de ello que señalan la necesidad de implementar las medidas ya puestas en marcha, incluso, ser más ambiciosos en las mismas.

La clásica organización de los diseños curriculares por áreas y materias no favorece ese enfoque compartido de conocimientos, destrezas y habilidades a la hora de abordar un proceso de aprendizaje significativo y funcional: es decir, relevante. Este hándicap se hace aún más perceptible en la educación secundaria obligatoria, al existir una organización departamental que facilita el aislamiento entre las materias.

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La clásica organización de los diseños curriculares por áreas y materias no favorece ese enfoque compartido de conocimientos, destrezas y habilidades

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La gestión de los centros se está profesionalizando, en el sentido de requerir una importante dedicación para su abordaje, unido a la especialización en determinados aspectos de la misma. Esta circunstancia resta tiempo a otras gestiones más educativas y genuinas de estas instituciones destinadas a la formación del alumnado.

Por otro lado, y en relación a los documentos planificadores de los centros, se plantea la duda de cuál es su verdadera finalidad. ¿Su pretensión es facilitar/ayudar a la gestión, implementación y evaluación de la oferta educativa? O, por el contrario, ¿se trata de un instrumento externo de control de los centros? La repetición de datos o solicitud de alguno de ellos de dudosa utilidad, más allá de los meros datos estadísticos, avalan el último interrogante planteado.

A todo lo ya mencionado, podríamos agregar los aspectos relacionados con la formación y cualificación del profesorado; desde sus inicios hasta el continuo que debe alimentar la práctica docente; sin olvidar los sistemas de selección y acceso para el ejercicio de esta profesión. Todo ello sin tener la intención de entrar en la muy conocida carrera docente, que debería estar vinculada más hacia procesos de evaluación periódica que hacia otros indicadores menos cuantificables, en lo que respecta a su incidencia en la dinámica del aula.

A buen seguro que lo expresado hasta ahora esté invitando al lector a ciertas dosis de pesimismo educativo. Indudablemente, carecería de fundamento adoptar dicha posición, aunque tendamos a ello. Hemos avanzado significativamente en el deseo de establecer un marco normativo acorde con la realidad social imperante y con una marcada vocación de futuro, pero en esa búsqueda de la excelencia el camino no puede ser otro que el permanente cuestionamiento de lo realizado.

No obstante, lo verdaderamente preocupante y que está por encima de todo ello es el número creciente de alumnos y alumnas que no encuentran su lugar en los centros educativos; no por evidenciar unos especiales requerimientos educativos, simplemente por no responder a un modelo rígido y excluyente de planificar la acción educativa. Todo ello favorecido por la autocomplacencia que hemos adoptado de responder a lo que quisiésemos que fuese, en lugar de lo que realmente es.

Lo preocupante es el número de alumnos que no encuentran su lugar en los centros educativos

Esta senda elegida provoca el abandono, activo o pasivo, de algo tan básico como la posibilidad de una realización personal, así como la integración sociocultural, de un buen número del alumnado.

Es desolador pensar en todos los que no llegan a buen puerto.

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