Croquetas a las diez
Cecilio nunca se habría imaginado que moriría esa noche. Desde luego, se llevó un disgusto mayúsculo cuando se lo comunicaron.
No llegaba a los setenta y disfrutaba de los mejores años de la jubilación, en una buena casa a las afueras de Segovia. Paseos por la sierra, visitas a museos y monumentos históricos, una cena con viejos amigos de vez en cuando y alguna que otra escapada a Santiago (para ver a sus sobrinos) ocupaban sus días, que discurrían sin achaques de salud, más allá de algún que otro calambre después de una caminata especialmente larga. Encargaba sus compras por Amazon y era usuario habitual de las comidas a domicilio. Realmente, a Cecilio le gustaba su situación de jubilado, sin ataduras, sin sobresaltos.
Hasta que un 27 de octubre, a las 21:00 horas, alguien llamó a su puerta. Cecilio abrió y se encontró de frente con un señor pálido y huesudo. Vestía una túnica negra con capucha y se apoyaba en una larga guadaña. Con la otra mano sostenía un papelito a la altura de sus ojos.
–Cecilio, Carretera de Pozo Viejo, número 3 –leyó con voz profunda–. Es aquí, ¿verdad?
Cecilio asintió y le preguntó qué deseaba.
–Espero que haya usted disfrutado de sus croquetas de atún, pues será lo último que pruebe en esta vida. Soy la Muerte.
Cecilio dio un respingo y trató de cerrar la puerta, pero el pie de su extraño visitante se interpuso en el umbral.
–Debe de ser una broma… Y de muy mal gusto, por cierto.
–No acostumbro a gastar bromas; la Muerte es una cosa muy seria.
–Pues, ¿cómo va a ser usted la Muerte, si apenas tengo setenta años y nunca he tenido problemas importantes de salud? Tengo todas las revisiones médicas en regla, y si no me cree pregúntele usted al doctor De Manuel, que hace tres semanas me dijo que ya le gustaría tener mi salud cuando cumpla mis años. Le daré su dirección. Es un médico muy conocido en Segovia. Hizo sus estudios en Berlín, en una universidad prestigiosa. Pregúntele y verá. Con la muerte me va a venir a mí…
–Entiendo que le cueste abandonar este valle de lágrimas, pero ha llegado la hora. Acepte su destino con valor. ¿Acaso no ha cenado hoy croquetas? Pues esas croquetas contenían una bacteria que le fulminará en cuestión de segundos.
–¡Ja! Siento comunicarle que todavía no he cenado. Encargué las croquetas, pero el repartidor se está atrasando –le miró con jactancia–. Me alegra decirle que usted ha venido antes de tiempo.
–Mis instrucciones nunca fallan –señaló con frialdad–. Léalo usted mismo.
La Muerte le alargó el papelito en el que se leía, en letras muy negras:
Cecilio
Carretera del Pozo Viejo.
Causa de la muerte: croquetas de atún.
Fecha: 27 de octubre de 2024.
Hora: 22:00.
–¡Ajá! –exclamó jubiloso–. Aquí está escrito que he de morir a las 22:00, pero no son más que las 21:00 –le mostró su reloj de pulsera–. ¿O es que no sabe usted que ha cambiado la hora?
La Muerte se llevó su descarnada mano a la cabeza y esbozó lo más parecido a una expresión de asombro. ¿Cómo había podido olvidar el horario que corresponde al invierno?… El orden del cosmos exigía la muerte de Cecilio según lo prescrito en sus instrucciones, pero él no podía intervenir directamente sobre estas cuestiones. Además, ¿quién iba ahora a convencer al interesado de que se comiera las dichosas croquetas? Se había metido en un buen embrollo. Tratando de recuperar la compostura que se espera de toda muerte que se precie, guardó el papelito entre los pliegues de su túnica y entró con paso firme en la casa de Cecilio.
–En ese caso, esperaré aquí hasta que den las 22:00.
Las instrucciones se las había dado el destino. Y el destino, bien lo sabía, es inexorable.
Pasaron los minutos. Cinco. Treinta. Cincuenta… Cecilio apretaba los puños. A las 21:58 alguien llamó a la puerta. Cecilio y la Muerte se cruzaron las miradas antes de que el jubilado abriera la puerta e invitara a entrar al repartidor. Este se detuvo unos instantes, sorprendido al ver que allí estaba la Muerte.
–Vaya; no sabía que aquí se celebraba una fiesta de disfraces. Desde luego, el suyo es formidable. Bueno, yo a mis cosas… Aquí tiene su ensalada César y sus croquetas de atún. Que le aprovechen.
–Muy amable –respondió Cecilio–. Puede dejar ahí la ensalada. En cuanto a las croquetas, he cambiado de idea: no las quiero; se las puede llevar.
–Pero, hombre, si ya las ha pagado –le tendió la caja–. Quédeselas. Y si no son para hoy, consérvelas en la nevera para comérselas mañana o paso, que aguantan bien unos días.
–Insisto –frunció el ceño mientras invitaba al repartidor a irse–, no quiero las croquetas. Muchas gracias.
–Pues en ese caso, si me lo autoriza, me las comeré yo. Le aseguro que están riquísimas –aspiró para disfrutar su aroma–. Que tengan buena noche.
–Disculpe –intervino la Muerte tras un leve carraspeo–. ¿Tendría la amabilidad de decirme cuál es su nombre?
–Por supuesto. Me llamo Cecilio. Mucho gusto.
–El gusto es mío –sonrió sin parecer alegre–. Menuda casualidad… Si no le importa le acompaño a la salida. Estoy deseando saber qué tal están esas croquetas.
Javier Taylor, ganador de la IX edición www.excelencialiteraria.com
Me ha parecido genial. Me dejó lleno de curiosidad cómo la muerte podría solucionar tal embrollo en el que se había metido, estaba como una merluza en una red de pescar, parecía que no se saldría con la suya… Muy buen relato.