El hogar no es un lujo: una defensa del espacio vivido

Vivimos una paradoja. Pasamos más tiempo que nunca en casa –trabajamos, descansamos, nos relacionamos, envejecemos, criamos, soñamos– y, sin embargo, la arquitectura contemporánea y la política fiscal parecen haber olvidado lo esencial: la casa es un refugio, no un concepto abstracto ni un activo financiero.
Llucià Pou Sabaté
Teólogo
19 de mayo de 2025
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Hoy proliferan discursos que cuestionan la necesidad misma del espacio. Desde las microviviendas hasta teorías que exaltan la “desmaterialización” del hogar, se nos dice que “menos es más”, que basta con lo funcional, que el diseño debe adaptarse a un estilo de vida nómada, liviano, casi virtual. Pero el ser humano no es un algoritmo ni un archivo flotante en la nube: tiene cuerpo, historia, memoria, afectos, raíces.

La arquitectura debería servir a la vida, no a las estadísticas. Y la vida real –no la idealizada en redes sociales ni en renders de lujo– necesita espacios cálidos, bien ventilados, con luz natural, donde uno pueda estirarse, cocinar con gusto, leer en un sofá cómodo o dormir bien en una cama que no destruya la espalda. Esto, que debería ser básico, se ha convertido en privilegio.

La fiscalidad sobre la vivienda es asfixiante. A los impuestos sobre la compra se suman tributos anuales, peajes burocráticos, tasas municipales, plusvalías que penalizan incluso heredar. En lugar de favorecer a la persona, al joven que quiere emanciparse o a la familia que necesita un hogar, se ha convertido la vivienda en una herramienta recaudatoria más, para cuadrar las cifras de pactos políticos que muchas veces están desconectados de la realidad cotidiana.

¿El resultado? Cada vez más jóvenes viven en pisos compartidos o incluso en habitaciones alquiladas, no por opción sino por obligación. Porque no se les permite aspirar a algo tan básico como tener un espacio propio, con dignidad. Porque el sistema fiscal y urbanístico penaliza al pequeño propietario, al que quiere simplemente vivir bien, no especular.

Pero más allá de la economía, está lo esencial: el hogar no es solo el lugar donde se vive, es donde uno se siente en casa. Y eso no se mide en metros cuadrados, sino en calor humano, sentido de pertenencia y paz interior.

El hogar es donde uno está a gusto, donde está “en casa” de verdad. Y no es casual que la palabra “hogar” venga del fuego: del fuego del hogar primitivo, alrededor del cual se reunía la familia. Ese círculo de calor, comida, conversación y seguridad. Hoy, que todo tiende al aislamiento y la prisa, no podemos volver a un neolítico moderno de pasar el día fuera y volver a una chabola sin alma. Necesitamos espacios que nos reconozcan, donde podamos estar bien, donde haya orden, limpieza, luz, belleza…. Espacios que favorezcan el descanso, la intimidad, el cuidado de uno mismo y de los demás.

En casa se cultiva la autoestima y el autoconocimiento. Allí aprendemos a estar con nosotros mismos, a tratarnos con respeto, a cuidar nuestro entorno como reflejo de nuestro propio valor. Un hogar bien pensado no es un lujo: es una necesidad emocional, psicológica, espiritual.

Como recordaba Chesterton en En casa, el hogar no es una jaula, sino el único lugar donde el ser humano puede ser verdaderamente libre. Es donde uno puede equivocarse, andar en pijama, llorar sin vergüenza o cantar sin miedo. Es el teatro de la vida cotidiana. Allí se cocina la existencia.

Defender el hogar es defender la dignidad humana. No se trata de aspirar a lujos, sino a una vivienda que sea eso: vivible. Un lugar donde volver, donde sanar, donde crecer. Por eso, la arquitectura no puede seguir jugando al malabarismo con el espacio, y la política no puede continuar penalizando la propiedad y el cuidado del hogar.

El hogar no es un capricho. Es lo que nos sostiene. Y, en tiempos tan inciertos, volver al hogar no es retroceder: es reencontrarse.

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