Carla Gracia: «Dejé de pedir perdón por cómo era mi hijo y empecé a centrarme en cómo se sentía»
¿Qué significa para ti el título Perfectamente imperfecta?
–Es una declaración de principios. Durante años intenté encajar, hacerlo todo bien, cumplir con lo que se esperaba de mí como madre, hija, profesional. Pero todo estalló con mi hijo Gael. Él no era perfecto, era distinto. Al principio, cuando íbamos al parque o a cualquier sitio y tenía comportamientos disruptivos, me pasaba el día disculpándome. Hasta que un día me harté. Dejé de pedir perdón por cómo era mi hijo y empecé a centrarme en cómo se sentía. Si él estaba bien, yo también.
Y entonces entendí que eso también valía para mí. No soy perfecta. Pero no pienso seguir escondiéndome. Quiero vivir con todo: con lo roto, con lo que brilla, con lo que duele y lo que transforma. Perfectamente imperfecta es eso: un grito de libertad. Una forma de decir: “Esta soy yo. Y está bien así.”
¿Cuánto hay de Carla en Rut, la protagonista?
–Mucho. Rut tiene mi mirada crítica, mi humor negro y también mis contradicciones. Como yo, intenta entender lo que duele, controlar lo incontrolable, proteger lo que ama. Compartimos el amor incondicional por los hijos, la culpa que a veces asfixia, la necesidad de encontrar sentido. Pero mientras yo he aprendido a mostrar mis cicatrices, Rut aún está en pleno proceso de desnudarse. Ella se protege más, se encierra, le cuesta abrirse al amor. Yo, en cambio, siempre he vivido a corazón abierto. No lo puedo evitar. Y, sin embargo, ella ha aprendido a gritar… y a mí eso todavía me cuesta.
En algunos momentos de tu novela utilizas el lenguaje inclusivo. ¿Qué te llevó a usarlo?
–El lenguaje crea mundo. No se trata solo de normas gramaticales, sino de quién queda dentro y quién queda fuera del relato. Usar lenguaje inclusivo fue una forma de nombrar lo que no siempre se nombra, de abrir espacio a realidades diversas. No lo hago de manera dogmática, sino como gesto de cuidado y de escucha.
«En 'Perfectamente imperfecta' quise mostrar esa tensión, ese dolor silencioso de tantas familias que sienten que sus hijos “estorban” en un sistema que aún no sabe mirar la diferencia como un valor»
En Perfectamente imperfecta vemos una maternidad agotadora, pero profundamente real. ¿Qué te motivó a compartir esa parte tan íntima de tu vida?
–Mi hijo hizo estallar todo lo que quedaba en mí de buena chica, de buena madre, de buena esposa. Con él era imposible quedar bien en ningún sitio. Era –es– disruptivo, y no podía evitarlo. Al principio me pasaba la vida disculpándome por su forma de ser. Hasta que un día me harté. Me dije que no tenía que disculparme más, porque mi hijo no tenía nada de lo que disculparse. A partir de ahí, empecé a centrarme en que él estuviera bien. Que los dos estuviéramos bien. Le gustará o no al resto del mundo.
Nos han echado de tiendas, restaurantes, centros educativos, talleres, actividades extraescolares… Por moverse demasiado, por ponerse nervioso, por no encajar. Pero fue precisamente gracias a él que yo también dejé de intentar encajar. Me quité las máscaras, me bajé de ese pedestal absurdo de la perfección, y decidí vivir tal como soy. Los dos somos perfectamente imperfectos.
En ese proceso entendí que no estábamos solos. Que había mucho dolor escondido detrás esa maternidad idealizada. Muchas mujeres rotas intentando cumplir un papel imposible. Y sentí la necesidad de compartir mi proceso de liberación, por si podía acompañar el de otras.
En la novela se hace evidente la falta de preparación del sistema educativo para acompañar a niños neurodivergentes como Martí. ¿Crees que aún estamos muy lejos de tener una escuela verdaderamente inclusiva, o ya estamos dando pasos reales?
–Aún estamos lejos. En el difícil proceso de encontrar el mejor encaje educativo para mi hijo, me di cuenta de que el sistema se tambaleaba por falta de recursos. Detrás de cada decisión, había sufrimiento: en las criaturas, en las familias, y también en los docentes y especialistas.
Para intentar arrojar algo de luz sobre este tema, co dirigí con el padre de mis hijos, Albert Folk, un reportaje para el programa 30 minuts de TV3 centrado en la escuela inclusiva. Allí escuchamos voces muy diversas, pero todas coincidían en algo: hay voluntad, sí, pero faltan medios, formación, tiempo, espacios para acompañar… y, sobre todo, un cambio profundo de valores.
No podemos quererlo todo. No podemos aspirar a liderar las pruebas PISA y, al mismo tiempo, lograr una inclusión real. Porque lo primero se enfoca en los resultados, y lo segundo, en el proceso vital de cada criatura. Una escuela verdaderamente inclusiva no consiste en tener a todos en la misma aula, sino en reconocer que no todos parten del mismo lugar, ni necesitan lo mismo, y actuar en consecuencia.
En Perfectamente imperfecta quise mostrar esa tensión, ese dolor silencioso de tantas familias que sienten que sus hijos “estorban” en un sistema que aún no sabe mirar la diferencia como un valor. Pero también quise dejar abierta una puerta a la esperanza. Porque hay familias, profesionales y comunidades valientes que ya están sembrando otra manera de hacer.

«Yo, como Rut en la novela, lucho cada día para recordarme que no debo nada a nadie»
En el libro hay una constante sensación de culpa, de no ser suficiente. ¿Cómo has aprendido a convivir con esa voz interior?
–Las mujeres cargamos con la culpa como si fuera parte del ADN. Se nos responsabiliza del estado físico, emocional y psicológico de la familia. Somos las que ponemos paz, damos vida, sostenemos la salud de todos. Procuramos por el bienestar, y si este no llega, sentimos –o nos hacen sentir– que es culpa nuestra.
Pero no acaba ahí. También se espera que estemos siempre guapas, que no envejezcamos (¿cómo se hace eso?), que seamos grandes profesionales, que ganemos dinero –aunque, claro, menos que los hombres–. Nos sentimos culpables por todo: por hacer demasiado o por hacer poco. A veces, parece que incluso tengamos que pedir permiso para existir.
Yo, como Rut en la novela, lucho cada día para recordarme que no debo nada a nadie. Que las expectativas que otro —o la sociedad entera— ponga sobre mí no son mi carga. Que mi vida, es decir, lo que haga con el tiempo de vida que me quede, es solo mía.
¿Qué ha aprendido Carla de su hijo que no habría aprendido de nadie más?
–Mi hijo me ha enseñado a dejar de ser para los demás. Curiosamente, dejarlo todo por él –mi trabajo, mi rutina, mis planes– me llevó, por primera vez, a preguntarme si también podía hacerlo por mí. A través de él, aprendí a mirarme de frente, sin disfraces ni excusas.
Gracias a mi hijo Gael, me he convertido en la protagonista de mi propia vida. Porque antes vivía para cumplir, para agradar, para no decepcionar. Y él, con su manera de estar en el mundo, me enseñó que yo también tengo derecho a estar, a ocupar espacio, a ser como soy.
Y eso… no me lo podría haber enseñado nadie más.
«Escribo para ordenar el caos, para tocar lo que me duele sin romperme, para darle forma a lo que no tiene lógica, para entenderme»
Has escrito novelas, impartido clases en la universidad y co dirigido un documental. ¿Qué papel juega la narrativa en tu forma de entender el mundo?
–Para mí, la narrativa es una forma de respirar. Escribo para ordenar el caos, para tocar lo que me duele sin romperme, para darle forma a lo que no tiene lógica, para entenderme.
La narrativa no solo cuenta historias: las transforma, las resignifica, las cura. Y en el mejor de los casos, al compartirlas, también nos curamos como sociedad.
Tu trayectoria mezcla creación literaria, docencia y divulgación. ¿Cómo dialogan esas facetas entre sí?
–Son vasos comunicantes. Escribo porque necesito profundizar en mí, enseño porque necesito escuchar, y divulgo porque necesito transformar. Las tres me obligan a mirar el mundo –y a mí misma– con compasión. Con, con y con pasión.
Todas parten del mismo impulso: sentir profundamente y comunicar lo que me atraviesa, para que no se quede encerrado dentro de mí. Del dolor siembro palabras.