Pantallas sí, pero no así

Cómo acompañar a los adolescentes hacia la interioridad en un mundo hiperconectado.
Llucià Pou Sabaté
Teólogo
24 de junio de 2025
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Vivimos rodeados de pantallas. Y nuestros adolescentes también. Las estadísticas lo confirman: el tiempo medio de uso recreativo de pantallas entre los jóvenes supera las 7 horas diarias, sin contar tareas escolares. Nos encontramos ante una generación que nace, crece y se relaciona en gran parte a través de dispositivos digitales. La pregunta no es si esto es bueno o malo en sí mismo, sino cómo educar en medio de esta realidad para que la tecnología no sustituya la vida, ni el ruido impida el acceso al silencio interior.

Más que una alarma: una oportunidad educativa

No se trata de demonizar el móvil, las redes sociales o los videojuegos. Todos ellos pueden ser herramientas creativas, sociales y formativas si se usan con criterio. Pero cuando el uso es indiscriminado, compulsivo o evasivo, comienzan a aparecer señales de alarma: aislamiento, apatía, problemas de sueño, dificultad para concentrarse o para regular emociones.

En lugar de caer en el prohibicionismo –que muchas veces genera más rebeldía que reflexión–, la clave está en acompañar, comprender, motivar y ofrecer alternativas atractivas. Los adolescentes no responden bien a la imposición, pero sí a la autenticidad, al ejemplo, al sentido y a propuestas que conecten con su anhelo de verdad y belleza.

Educar la atención, cuidar el deseo

En un entorno saturado de estímulos, educar es también enseñar a sostener la atención, a detenerse, a mirar con profundidad. Y esto no se consigue solo regulando el tiempo frente a la pantalla, sino cultivando activamente espacios y prácticas que favorezcan la interioridad.

Cada vez más centros educativos están incorporando –con gran éxito– prácticas como:

  • Rincones de silencio o meditación al inicio de la jornada.
  • Momentos de escritura personal o diarios reflexivos.
  • Proyectos artísticos y teatrales que permiten expresar el mundo interior.
  • Lectura lenta de textos con alma: no para memorizar, sino para comprender(se).
  • Educación emocional y filosofía práctica, no como asignaturas decorativas, sino como ejes de crecimiento.

El cerebro adolescente necesita estímulo, sí, pero también ritmos, pausas, sentido y escucha. Y eso no lo da un algoritmo: lo proporciona un entorno educativo cuidado y humano.

La habitación no es el enemigo, pero necesita límites

Muchos adolescentes viven casi toda su vida social en su habitación, a través de sus dispositivos. Si bien este espacio puede ser un refugio legítimo, también puede convertirse en una burbuja desconectada del mundo real. No se trata de eliminar el uso de la tecnología en el hogar, sino de establecer acuerdos compartidos:

  • No llevar el móvil a la cama.
  • Priorizar los momentos comunes (comidas, ocio compartido) como espacios sin pantalla.
  • Compartir contenidos, juegos o vídeos como forma de conversación, no de aislamiento.
  • Ayudarles a discernir qué les construye y qué les vacía.

Más que imponer restricciones, se trata de generar ambientes que favorezcan elecciones sanas. Porque el adolescente necesita sentir que confían en él… pero también que alguien le sostiene en su proceso.

Más allá de las pantallas: propuestas que conectan

Prohibir sin ofrecer alternativas nunca funciona. Pero proponer caminos de conexión auténtica, sí. ¿Qué podemos ofrecerles a nuestros adolescentes para despertar ese mundo interior que muchas veces duerme bajo capas de hiperactividad digital?

  • Tiempo real de conversación sin juicio, sin “monólogos del adulto”, donde puedan expresar su mundo.
  • Contactos con la naturaleza, experiencias de belleza y trascendencia.
  • Encuentros con el arte, la literatura, la música vivida, no solo consumida.
  • Modelos adultos que encarnen la serenidad, la coherencia y el entusiasmo, porque más que discursos, los adolescentes buscan referencias vivas.

Lo que educa no es la pantalla, sino el vínculo

Un adolescente no cambia porque le quiten el móvil, sino porque alguien le muestra que hay otra manera de habitar el mundo. Por eso, en medio del ruido, de la velocidad y de las notificaciones constantes, el mayor acto educativo que podemos ofrecer hoy quizá sea la presencia, el ejemplo y la paciencia.

Educar en el uso de la tecnología no es solo regular pantallas: es formar la libertad, despertar la conciencia, acompañar el deseo. Para que nuestros adolescentes no se pierdan en el laberinto digital, sino que aprendan a encontrar el camino hacia sí mismos.

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