Pequeños grandes eco-líderes

La importancia de empoderar a los niños para un futuro sostenible.
Thaïs Valero
Directora de Soluciones Verdes en Fundación Juan XXIII
26 de junio de 2025
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¿Qué pasa cuando dejamos que los niños no solo escuchen sobre sostenibilidad, sino que actúen sobre ella? Lo estamos viendo cada vez más en colegios de todo el país: el cambio empieza con sus manos, sus preguntas, su energía y su mirada sin prejuicios. En una era marcada por la crisis climática, la pérdida de biodiversidad y la contaminación, educar en sostenibilidad ya no es una opción, sino una necesidad urgente que atraviesa todas las capas de la sociedad. Y la infancia es, sin duda, una de las claves del presente y del futuro.

Durante demasiado tiempo, los niños y niñas han sido tratados como observadores pasivos de los problemas medioambientales, cuando en realidad tienen un enorme potencial para ser protagonistas del cambio. Fomentar la sostenibilidad desde edades tempranas es una inversión directa en el bienestar del planeta, pero también en la construcción de una ciudadanía crítica, empática y responsable. Educar en sostenibilidad no se limita a transmitir conocimientos técnicos: implica cultivar actitudes, habilidades sociales y valores éticos que promuevan una relación más respetuosa con la naturaleza y entre las personas.

Por eso, es tan importante repensar qué entendemos por educación ambiental. No basta con enseñar a reciclar o a apagar las luces: se trata de formar personas capaces de entender el impacto de sus acciones, de cuestionar modelos injustos y de imaginar soluciones colaborativas. Y aquí entra un elemento esencial: el vínculo emocional con la naturaleza. Cuando un niño planta un árbol, cuida un huerto o construye un refugio para insectos, no solo aprende biología: experimenta pertenencia, cuidado y sentido.

Los centros educativos juegan un papel fundamental como espacios de transformación. A través de iniciativas como los huertos escolares, los talleres de reutilización, el diseño participativo de espacios verdes o las salidas al entorno natural, los alumnos viven en primera persona los valores que se quieren transmitir. Estas experiencias refuerzan la conexión entre el aprendizaje y la vida real, y permiten que el conocimiento se arraigue de forma más profunda y duradera.

Empoderar a la infancia en la causa ecológica también implica darles voz. Escuchar sus ideas, acoger sus preguntas y permitir que participen en las decisiones que afectan a su entorno no solo mejora la educación ambiental, sino que fortalece su autoestima y capacidad de acción.  Cuando los niños sienten que su opinión cuenta, su compromiso crece. Y con él, su capacidad de contagiar valores a sus familias y comunidades.

La sostenibilidad, entendida como forma de vida y no solo como concepto académico, también puede ser una herramienta poderosa de inclusión. No todos los niños aprenden igual, ni tienen las mismas habilidades, ni los mismos contextos. Pero todos, sin excepción, tienen algo valioso que aportar. Por eso es clave desarrollar modelos educativos que reconozcan la diversidad de talentos, capacidades y formas de comprender el mundo.

Un buen ejemplo de ello es el proyecto The Inclusive Circular Lab, impulsado por la Fundación Juan XXIII, que promueve la economía circular, el compostaje y el aprendizaje vivencial a través de una propuesta donde personas con discapacidad intelectual asumen un rol activo como referentes educativos. Esta experiencia, que ya ha involucrado a más de 60 centros escolares –de Infantil, Primaria, Formación Profesional y Educación Especial–, pone en valor un modelo de liderazgo inclusivo que demuestra que el conocimiento no tiene una única fuente, y que el talento puede surgir en los lugares menos esperados cuando se crean las condiciones adecuadas.

Este tipo de experiencias no solo ayudan a comprender los ciclos de la naturaleza, sino también los ciclos humanos: cómo aprendemos unos de otros, cómo nos cuidamos y cómo podemos construir entornos más justos y colaborativos. Porque la inclusión también se cultiva. Y cuando se une a la sostenibilidad, genera un modelo educativo mucho más rico y transformador.

En definitiva, una educación que promueva la sostenibilidad no se conforma con preparar a las nuevas generaciones para los desafíos ambientales. Va más allá: invita a imaginar un mundo más equitativo, diverso y resiliente, en el que cada persona –independientemente de su edad o capacidades– tenga un lugar y una voz. Invertir en educación ambiental es invertir en un futuro más consciente. Y si sembramos desde hoy, los frutos llegarán para todos.

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