Decidir el futuro con 16 años: orientar sin imponer

En España, la orientación académica suele llegar tarde y, en muchos casos, mal. Me explico: tarde, porque cuando empezamos a hablar seriamente del futuro académico del alumnado, las decisiones ya están prácticamente tomadas (por el itinerario cursado, por las puertas que han cerrado por el camino o por las optativas que se han visto obligados a elegir si querían cursar tal o cual modalidad). Y mal, porque con demasiada frecuencia se reduce a informar sobre notas de corte, salidas profesionales o rankings universitarios, dejando de lado el proceso personal que debería sostener cualquier elección. Rara vez se les explica qué habilidades personales van mejor con según qué sector o qué características tiene el mercado para determinados grupos laborales.
Joaquín BarrigaMiércoles, 17 de diciembre de 2025
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La orientación debería centrarse mucho más en el autoconocimiento que en la elección en sí misma. © ADOBE STOCK

Hay una escena que se repite con demasiada frecuencia en mi día a día. Un estudiante se sienta frente a mí, normalmente en los últimos cursos de la ESO o Bachillerato, y acaba verbalizando una frase que, con pequeños matices, siempre suena igual: “No sé qué hacer con mi vida”. Achacamos a nuestras nuevas generaciones una desgana y una falta de motivación que no siempre es real, estos chicos y chicas, generalmente, no suelen decirlo desde la desgana, ni desde la indiferencia. Lo dicen desde el miedo. Desde la presión. Desde la sensación de que están a punto de tomar una decisión irreversible sin tener aún las herramientas necesarias para hacerlo.

A esa edad, el sistema educativo (y, muchas veces, el entorno familiar y social) empuja a los jóvenes a elegir: elegir itinerario, modalidad, carrera, futuro… Y lo hace con una contundencia que contrasta enormemente con la fragilidad emocional propia de la adolescencia. Les pedimos certezas cuando todavía están construyendo su identidad. Les exigimos claridad cuando apenas empiezan a conocerse.

Desde hace años, y por mero disfrute emocional, acompaño a estudiantes en su proceso de acceso a la universidad en Estados Unidos. Trabajar con ellos en ese contexto me ha permitido observar, con cierta perspectiva, cómo cambia la forma de afrontar la orientación académica cuando el foco no está únicamente en “qué vas a estudiar”, sino en “quién eres”, “qué te interesa” y “dónde te gustaría llegar”. Esa experiencia ha reforzado muchas de las convicciones que ya tenía como educador, y ha puesto en evidencia algunas de las carencias estructurales de nuestro modelo de orientación. Vaya por delante que no pretendo que este artículo sea una crítica agresiva a nuestro sistema educativo o una alabanza al estadounidense, es una mera reflexión basada en la experiencia personal de años de acompañamiento y convivencia con adolescentes pre universitarios.

La prisa por decidir

En España, la orientación académica suele llegar tarde y, en muchos casos, mal. Me explico: tarde, porque cuando empezamos a hablar seriamente del futuro académico del alumnado, las decisiones ya están prácticamente tomadas (por el itinerario cursado, por las puertas que han cerrado por el camino o por las optativas que se han visto obligados a elegir si querían cursar tal o cual modalidad). Y mal, porque con demasiada frecuencia se reduce a informar sobre notas de corte, salidas profesionales o rankings universitarios, dejando de lado el proceso personal que debería sostener cualquier elección. Rara vez se les explica qué habilidades personales van mejor con según qué sector o qué características tiene el mercado para determinados grupos laborales.

He visto a estudiantes brillantes descartar opciones por miedo a no “dar la talla”, a otros elegir carreras que no les motivan por cumplir expectativas ajenas, y a muchos avanzar con una sensación constante de inseguridad, como si estuvieran caminando sobre terreno inestable. El mensaje implícito que reciben es claro: si te equivocas ahora, pagarás las consecuencias el resto de tu vida. Y esa idea, además de falsa, es profundamente paralizante.

Cuando acompaño a alumnos en su camino hacia la universidad, el enfoque es radicalmente distinto si hablamos de EEUU. El proceso de admisión no se centra únicamente en calificaciones o exámenes estandarizados; pone un enorme peso en la trayectoria personal, en los intereses, en las actividades extracurriculares, en la capacidad de reflexión y en la coherencia del relato vital del estudiante. No se trata de elegir una carrera “para siempre”, sino de iniciar un camino de exploración.

Voy a contar mi parte favorita del proceso, esa en la que muchos de estos estudiantes se sorprenden cuando descubren que en las universidades de EEUU no es necesario declarar un “major” definitivo desde el primer día, o que cambiar de especialidad forma parte natural del proceso. Prácticamente durante los primeros dos años de universidad, los estudiantes eligen qué asignaturas (dentro de un catálogo común a todas las carreras universitarias) quieren cursar, básicamente eligen lo que quieren aprender. Esa flexibilidad reduce la ansiedad, fomenta la curiosidad y transmite una idea poderosa: decidir también es un proceso, no un acto puntual.

Elegir sin conocerse

Esto contrasta con las opciones que les facilitamos aquí. Uno de los grandes problemas de la orientación académica temprana es que pedimos a los jóvenes que elijan sin haberse conocido todavía. La adolescencia es una etapa de construcción identitaria, de experimentación, de duda. El psicólogo del desarrollo Erik Erikson, formuló una teoría de etapas psicosociales en la cual la adolescencia corresponde a “un conflicto central entre identidad vs. confusión de roles”. Según Erikson, es una fase crítica para la construcción de la identidad personal. Pretender que un estudiante de 16 o 17 años tenga una visión clara y definitiva de su futuro profesional es desconocer por completo los procesos evolutivos propios de esa edad. ¿Cómo podemos forzar a un joven estudiante a decidir lo que querrá ser dentro de 10 años si ni siquiera sabe lo que es hoy mismo?

En este sentido, la orientación debería centrarse mucho más en el autoconocimiento que en la elección en sí misma. ¿Qué le interesa a este alumno? ¿Qué le motiva? ¿En qué contextos se siente competente? ¿Cómo gestiona la frustración, el esfuerzo, la incertidumbre? Estas preguntas rara vez aparecen en los despachos de orientación, y sin embargo son clave para tomar decisiones con sentido.

En los procesos de acompañamiento para estudiar en EEUU, dedicamos mucho tiempo a trabajar estas cuestiones. A escribir ensayos personales, a reflexionar sobre experiencias significativas, a identificar fortalezas y áreas de mejora. Muchos estudiantes me han confesado que es la primera vez que alguien les pregunta quiénes son más allá de sus notas y sus caras cuando inician el proceso (la mayoría en 1º y 2º de bachillearto) para marcharse a estudiar a EEUU son de absoluta incredulidad al oír preguntas del tipo “¿qué te gusta hacer en tu tiempo libre?” o “¿te sientes mejor en grupos grandes de gente o en grupos reducidos de amigos más conocidos?”. Este es el tipo de acompañamiento y asesoría que hacemos, porque este es el tipo de cuestiones que interesan en las universidades de Estados Unidos.

El papel del docente como orientador

De este artículo tampoco quisiera que se extraiga una crítica a la labor que hacen los orientadores en los centros, ni muchísimo menos, mi respeto y consideración por la labor de los departamentos de orientación son máximos. De hecho, considero que dentro de los centros escolares, la labor del docente es un complemento para la labor de los orientadores. Escribo estas líneas desde el punto de vista docente, desde quien convive con alumnos en el aula cada día y que debe realizar ese acompañamiento inmediato e instantáneo cuando surgen conflictos. Todos los docentes, independientemente de la etapa educativa, ejercemos una influencia enorme en la construcción del futuro de nuestro alumnado. A veces basta un comentario, una expectativa, una etiqueta, para condicionar una decisión. Por eso, el rol del docente como orientador informal es tan relevante como delicado.

No se trata de convertirnos en orientadores profesionales, sino de ser conscientes del impacto que tienen nuestras palabras. Cuando decimos “tú no vales para esto” o “con tus notas no puedes aspirar a aquello”, estamos cerrando puertas que quizá ni siquiera sabemos si existen. Por el contrario, cuando ofrecemos alternativas, cuando mostramos caminos posibles, cuando transmitimos confianza, estamos ampliando el horizonte de posibilidades.

En mi experiencia, los estudiantes no buscan respuestas cerradas; buscan adultos que les acompañen sin juzgar, que les ayuden a ordenar el ruido, que les permitan avanzar sin sentir que cada paso es definitivo.

Mirar más allá de nuestras fronteras

La experiencia de acompañar a estudiantes hacia la universidad en Estados Unidos no pretende ser una idealización de otro sistema educativo, como decía antes. Como todos, el sistema universitario estadounidense tiene sus luces y sus sombras. Sin embargo, sí ofrece aprendizajes valiosos que podríamos incorporar a nuestra forma de entender la orientación académica: más tiempo para explorar, más peso del proceso personal, más margen para el cambio y muchísimo más fomento del emprendimiento.

No todos los alumnos estudiarán fuera, ni es ese el objetivo. El verdadero valor de esta experiencia está en comprender que existen otras formas de acompañar, menos rígidas y más humanas. Formas que entienden que el desarrollo personal y académico no es lineal, y que equivocarse forma parte del camino.

Conclusión: orientar es acompañar

Decidir el futuro con 16 años es, en muchos casos, una ficción que hemos normalizado. Lo que realmente deberían hacer nuestros estudiantes a esa edad es empezar a conocerse, explorar intereses, desarrollar competencias y aprender a tomar decisiones progresivamente más complejas.

Como educadores, tenemos la responsabilidad de rebajar la presión, de cuestionar los discursos deterministas y de ofrecer acompañamiento real. Orientar no es imponer ni dirigir; es caminar al lado, sostener la duda y confiar en el proceso.

Ahora que estamos en época de regalos y generosidad, quizá el mayor regalo que podemos hacer a nuestros alumnos no sea ayudarles a elegir una carrera concreta, sino hacerles sentir capaces de construir su propio camino, con la tranquilidad de saber que no todo se decide ahora, y que siempre habrá margen para seguir aprendiendo, creciendo y redefiniéndose.

Joaquín Barriga es asesor académico, maestro y director de centros educativos.

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