El problema no es la IA: es entrar sin brújula
Como ha ocurrido con otras tecnologías educativas, la velocidad de implantación ha ido muy por delante de la reflexión. Se habla de herramientas, de prompts, de aplicaciones que “ahorran tiempo”, pero apenas se habla de para qué, cómo y desde dónde las utilizamos en educación. Y cuando eso sucede, el riesgo no es tecnológico, sino pedagógico.
No es la primera vez que pasa. Ya lo vimos con las pizarras digitales, las tablets, las plataformas educativas o determinadas metodologías convertidas en moda. Cuando la herramienta llega antes que la intención, la innovación se vacía de sentido. Con la IA está ocurriendo algo similar, pero amplificado por su enorme capacidad de generar contenidos, respuestas y soluciones de forma casi inmediata.
La pregunta clave no debería ser qué puede hacer la IA, sino qué queremos que aprendan nuestros alumnos/as. Si no tenemos claro el objetivo educativo, cualquier tecnología -por avanzada que sea- acaba sustituyendo procesos cognitivos que deberían seguir siendo humanos: pensar, contrastar, equivocarse, crear, revisar o argumentar.
Usar IA para generar automáticamente tareas, textos o respuestas sin reflexión no es innovar; es delegar el aprendizaje.
Uno de los mayores peligros de introducir la IA sin un marco claro es la dependencia. Cuando el alumnado aprende que una herramienta responde por él, el esfuerzo intelectual se reduce. No porque los estudiantes no quieran aprender, sino porque el sistema se lo pone demasiado fácil.
Aprender implica tiempo, incomodidad y error. La IA, bien utilizada, puede acompañar ese proceso; mal utilizada, lo sustituye. Si no enseñamos a los alumnos/as a cuestionar lo que la IA genera, a verificar fuentes, a revisar resultados o a detectar sesgos, estaremos formando usuarios pasivos, no ciudadanos críticos.
Y esto no es un problema del alumnado. Es una responsabilidad adulta.
La evaluación es, quizá, uno de los ámbitos donde la irrupción de la IA ha generado mayor desconcierto. Copiar y pegar, generar textos “perfectos” o resolver tareas en segundos cuestiona modelos de evaluación basados únicamente en el producto final.
Pero, de nuevo, el problema no es la herramienta. El problema es seguir evaluando como si nada hubiera cambiado. La IA nos obliga -por fin- a repensar la evaluación, a centrarnos más en procesos, en la oralidad, en la reflexión, en la transferencia y en la autoría.
Prohibir sin más puede tranquilizar momentáneamente, pero no educa. Acompañar, enseñar a usar y establecer criterios claros es mucho más complejo… y mucho más educativo.
En este contexto, el rol del docente se vuelve más relevante que nunca. No como experto técnico en todas las herramientas, sino como referente pedagógico y ético. El alumnado no necesita docentes que lo sepan todo sobre IA; necesita docentes que sepan poner límites, hacer preguntas y ofrecer sentido.
Esto exige formación, sí, pero también liderazgo pedagógico a nivel de centro. No basta con decisiones individuales. Es imprescindible que los claustros hablen, acuerden y definan marcos comunes: qué se permite, qué no, en qué etapas, con qué objetivos y con qué acompañamiento.
Entrar en la IA sin brújula genera desigualdad, confusión y desconfianza. Entrar con criterio genera aprendizaje.
La inteligencia artificial no va a desaparecer. Forma parte del presente y, sobre todo, del futuro de nuestros alumnos/as. Pretender educar de espaldas a ella sería tan irresponsable como entregarse a su uso sin reflexión.
Educar en tiempos de IA implica enseñar a:
- Formular buenas preguntas
- Contrastar información
- Reconocer errores y sesgos
- Asumir la autoría de lo que se entrega
- Entender que ninguna herramienta sustituye al pensamiento propio
La escuela no debe competir con la IA. Debe enseñar a convivir con ella.
La innovación educativa no consiste en correr detrás de cada avance tecnológico, sino en saber detenerse a pensar. La brújula que necesitamos no es digital; es pedagógica. Está hecha de intención, criterio, coherencia y cuidado.
Porque la pregunta no es si usamos IA o no.
La pregunta es qué tipo de aprendizaje queremos defender.
Y ahí, como docentes, no podemos permitirnos entrar sin rumbo.
