Prohibir para no comprender: el fracaso anunciado de las leyes sobre menores e internet
Las leyes de prohibición y regulación del uso de internet por menores fracasarán. No porque sean demasiado blandas o demasiado duras, sino porque llegan tarde, mal y desde el desconocimiento. ADOBE STOCK
Estamos asistiendo a otro episodio –uno más– de legislación reactiva, improvisada y simbólica, trufada de expertos instantáneos en cargos de responsabilidad o de consulta a los que poco o nada les importan las generaciones digitales. Personas que hablan de algoritmos, redes sociales o dinámicas juveniles con la misma superficialidad con la que se reguló en su día la televisión o los videojuegos, como si internet fuera un objeto estático y no un entorno vivo, mutante y adaptativo.
Australia, España, Perú y otros países avanzan hacia un mismo espejismo: creer que prohibir equivale a proteger. Que elevar la edad legal, imponer controles parentales de fábrica o multar a plataformas resolverá un problema que es, en esencia, educativo, cultural y ético.
Los datos australianos disponibles tras la entrada en vigor de la prohibición lo confirman con crudeza: los menores no desaparecen de internet. Migran. Se desplazan hacia espacios menos visibles, menos regulados y mucho más peligrosos. Es el clásico efecto rebote, ampliamente documentado en investigación educativa y criminológica, y sistemáticamente ignorado por los legisladores.
El resultado es perverso: se expulsa a los menores de los entornos donde existen —aunque sean insuficientes— mecanismos de moderación, y se les empuja hacia aplicaciones opacas, cifradas o directamente diseñadas para evadir cualquier supervisión adulta. No se reduce el riesgo: se concentra.
Y, además y mucho más grave, se rompe la confianza.
Durante años hemos optado por el camino más cómodo: señalar culpables externos. Primero fueron las plataformas tecnológicas, luego los algoritmos, después los propios menores, presentados como víctimas pasivas o como irresponsables digitales incapaces de autorregularse.
Pero hay un actor que sistemáticamente queda fuera del foco: nosotros.
Nuestra generación adulta ha fracasado estrepitosamente. No de forma puntual, sino estructural. Hemos creado y entregado un mundo digital completo, omnipresente y decisivo sin acompañarlo de un marco de valores, criterios éticos y competencias críticas equivalentes a los que exigimos –con rigor casi obsesivo– en el mundo físico.
Exigimos respeto, empatía y límites en la calle, pero toleramos el insulto, la humillación y la cosificación en línea. Nos escandalizamos ante el acoso digital, pero nunca enseñamos a habitar internet como un espacio humano, no como una selva sin ley moral.
Ese es el verdadero pecado original. No es que los menores “no estén preparados”; es que los adultos no hemos preparado el entorno ni a quienes lo habitan. Permitimos que internet creciera como un territorio sin ética compartida, gobernado casi exclusivamente por incentivos económicos y arquitecturas de adicción por diseño.
Ahora, sorprendidos por las consecuencias –violencia sexual digital, grooming, ansiedad, desconexión emocional– reaccionamos tarde y mal. Lo hacemos legislando desde el miedo, impulsados por titulares trágicos, no desde una estrategia sólida, anticipatoria y basada en evidencia.
Expertos temporales, políticas de pánico permanentes…
El resultado es una paradoja grotesca: regulamos un ecosistema que no entendemos con herramientas diseñadas para un mundo que ya no existe.
El fracaso no es tecnológico, es educativo y moral.
Sin educación digital integral.
Sin acompañamiento familiar sistémico.
Sin una estrategia nacional coherente.
Sin formación obligatoria y actualizada para docentes.
Sin asumir que la seguridad digital no se decreta: se construye.
Las leyes de prohibición y regulación del uso de internet por menores fracasarán. No porque sean demasiado blandas o demasiado duras, sino porque llegan tarde, mal y desde el desconocimiento.
Y cuando fracasen –porque lo harán– volveremos a buscar culpables externos. Pero la verdad seguirá siendo la misma, incómoda e ineludible:
no hemos estado a la altura de la responsabilidad histórica que implica haber creado el mundo digital.
Internet no ha fallado a nuestros hijos.
Hemos fallado nosotros.
Carlos Represa Estrada, socio fundador en Good Game Project y residente de la Asociación Protección de Menores en Internet
