Prohibir para no comprender: el fracaso anunciado de las leyes sobre menores e internet

Las leyes que pretenden prohibir o regular el acceso de los menores a internet nacen con una promesa tranquilizadora: proteger. Pero bajo esa promesa se esconde una verdad incómoda que los responsables políticos se niegan a mirar de frente: estas leyes están condenadas al fracaso porque parten de un profundo desconocimiento del ecosistema digital que pretenden gobernar. No es un error técnico; es un error estructural, cultural y generacional.
Carlos RepresaLunes, 29 de diciembre de 2025
0

Las leyes de prohibición y regulación del uso de internet por menores fracasarán. No porque sean demasiado blandas o demasiado duras, sino porque llegan tarde, mal y desde el desconocimiento. ADOBE STOCK

Estamos asistiendo a otro episodio –uno más– de legislación reactiva, improvisada y simbólica, trufada de expertos instantáneos en cargos de responsabilidad o de consulta  a los que poco o nada les importan las generaciones digitales. Personas que hablan de algoritmos, redes sociales o dinámicas juveniles con la misma superficialidad con la que se reguló en su día la televisión o los videojuegos, como si internet fuera un objeto estático y no un entorno vivo, mutante y adaptativo.

La ilusión regulatoria

Australia, España, Perú y otros países avanzan hacia un mismo espejismo: creer que prohibir equivale a proteger. Que elevar la edad legal, imponer controles parentales de fábrica o multar a plataformas resolverá un problema que es, en esencia, educativo, cultural y ético.

Los datos australianos disponibles tras la entrada en vigor de la prohibición lo confirman con crudeza: los menores no desaparecen de internet. Migran. Se desplazan hacia espacios menos visibles, menos regulados y mucho más peligrosos. Es el clásico efecto rebote, ampliamente documentado en investigación educativa y criminológica, y sistemáticamente ignorado por los legisladores.

El resultado es perverso: se expulsa a los menores de los entornos donde existen —aunque sean insuficientes— mecanismos de moderación, y se les empuja hacia aplicaciones opacas, cifradas o directamente diseñadas para evadir cualquier supervisión adulta. No se reduce el riesgo: se concentra.

Y, además y mucho más grave, se rompe la confianza.

No podemos seguir culpando solo a las plataformas… ni a los menores

Durante años hemos optado por el camino más cómodo: señalar culpables externos. Primero fueron las plataformas tecnológicas, luego los algoritmos, después los propios menores, presentados como víctimas pasivas o como irresponsables digitales incapaces de autorregularse.

Pero hay un actor que sistemáticamente queda fuera del foco: nosotros.

Nuestra generación adulta ha fracasado estrepitosamente. No de forma puntual, sino estructural. Hemos creado y entregado un mundo digital completo, omnipresente y decisivo sin acompañarlo de un marco de valores, criterios éticos y competencias críticas equivalentes a los que exigimos –con rigor casi obsesivo– en el mundo físico.

Exigimos respeto, empatía y límites en la calle, pero toleramos el insulto, la humillación y la cosificación en línea. Nos escandalizamos ante el acoso digital, pero nunca enseñamos a habitar internet como un espacio humano, no como una selva sin ley moral.

Ese es el verdadero pecado original. No es que los menores “no estén preparados”; es que los adultos no hemos preparado el entorno ni a quienes lo habitan. Permitimos que internet creciera como un territorio sin ética compartida, gobernado casi exclusivamente por incentivos económicos y arquitecturas de adicción por diseño.

Ahora, sorprendidos por las consecuencias –violencia sexual digital, grooming, ansiedad, desconexión emocional– reaccionamos tarde y mal. Lo hacemos legislando desde el miedo, impulsados por titulares trágicos, no desde una estrategia sólida, anticipatoria y basada en evidencia.

Las leyes actuales no son el resultado de una comprensión profunda, sino de pánico institucional. Y el pánico nunca ha sido buen legislador

Expertos temporales, políticas de pánico permanentes…

El resultado es una paradoja grotesca: regulamos un ecosistema que no entendemos con herramientas diseñadas para un mundo que ya no existe.

El fracaso no es tecnológico, es educativo y moral.

El problema no es que los menores usen internet. El problema es que los hemos dejado solos dentro de él

Sin educación digital integral.
Sin acompañamiento familiar sistémico.
Sin una estrategia nacional coherente.
Sin formación obligatoria y actualizada para docentes.
Sin asumir que la seguridad digital no se decreta: se construye.

Conclusión: el fracaso está escrito antes de aprobar la ley

Las leyes de prohibición y regulación del uso de internet por menores fracasarán. No porque sean demasiado blandas o demasiado duras, sino porque llegan tarde, mal y desde el desconocimiento.

Y cuando fracasen –porque lo harán– volveremos a buscar culpables externos. Pero la verdad seguirá siendo la misma, incómoda e ineludible:
no hemos estado a la altura de la responsabilidad histórica que implica haber creado el mundo digital.

Internet no ha fallado a nuestros hijos.
Hemos fallado nosotros.

Carlos Represa Estrada, socio fundador en Good Game Project y residente de la Asociación Protección de Menores en Internet

0
Comentarios