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La molicie

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En La palabra del mudo, recopilación de los magníficos cuentos escritos por  Julio Ramón Ribeyro, me encuentro con La molicie, un estupendo relato de 1953. En él se narran las angustiosas maniobras vividas por los protagonistas para no verse atrapados en la terrible “enfermedad cósmica” que da titulo al cuento: “Mi compañero y yo luchábamos sistemáticamente contra la molicie. Sabíamos muy bien que ella era poderosa y que se adueñaba de los espíritus de la casa. Habíamos observado cómo, agazapada en las comidas fuertes, en los muelles sillones y hasta en las melodías lánguidas de los boleros, aprovechaba cualquier instante de flaqueza para tender sobre nosotros sus brazos tentadores y sutiles y envolvernos suavemente, como la emanación de un pebetero”.

Enseguida pensé en el filosofo coreano Byung Chul Han y sus teorías sobre la autoexplotación: nos figuramos nuestro crecimiento personal exigiéndonos una actividad bárbara por extenuante y, sin embargo, con la angustia añadida y la frustración paralela de no estar llegando nunca, de no conseguir hacer todo lo que podríamos y deberíamos hacer. Se asume en consecuencia la responsabilidad y la impotencia del fracaso.

Nos figuramos nuestro crecimiento personal exigiéndonos una actividad bárbara por extenuante y, sin embargo, con la angustia añadida y la frustración paralela de no estar llegando nunca

Por otra parte, si una cosa –entre otras– nos permite comprobar el paso del tiempo, es que lo que en su día fue vituperable hoy puede ser objeto de recomendación (y viceversa). Véase si no el cuento de Ribeyro (1953). Pretendo explicar cómo cierta languidez y molicie no vendría mal a nuestras vidas. Y a nuestras aulas. Un grado de flaqueza nos relajaría sin necesidad de acudir a clases de mindfulness, y en la dulce tregua del abandono (perdón por la cursilería), hallaríamos nuestro  bálsamo de Fierabrás.

Cabría hablar desde la escuela no tanto del dichoso y trillado aburrimiento, como de una desacomplejada suspensión de los ritmos, de la indolente parsimonia, el silencio, una dulce inmovilidad reparadora…

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